Un hombre cabizbajo estaba sentado en un banco de madera en un pasillo sin fin. La gente de distintos niveles sociales iba y venía sin aparentar algún propósito ni destinación. En sus apuros, giraban los hombros para esquivar a otros, se zambullían en las oficinas, salían con los ojos metidos en papeles repletos de membretes y sellos, subían y bajaban por una escalera sin mirarse a la cara, unos aparecían y otros desaparecían.
El taconeo de señores vestidas de negro atrajo la atención de una niña pegada a la falda de su madre. Algunos traían gorros cuadrados como si estuvieran invitados a una fiesta de disfraces. La cabecita rubia giraba de lado a lado con ojos fijos en aquellos payasos en desfile. Unos señores de rostros severos cuidaban a otros con brazaletes en ambas muñecas. En algunas puertas que daban al pasillo, se lucían figuras de unos señores altos con los mismos disfraces. Sus gorras, camisas y pantalones eran igualitos. Parecían gemelos peleados que ya no querían jugar unos con otros, sólo mantenían sus mentones levantados y las miradas en la pared.
Uno de los títeres, de cuerpo estirado, avanzaba por el pasillo casi sin tocar el suelo. Llevaba un portafolios de piel que probablemente era tan suave como los guantes de mamá. Se sentó al lado del señor agachado que ahora escondía con las manos su rostro sonrojado como si hubiera comido un chile picante sin sacarle las semillas. Este pobre señor gordo, perdón, mami dice que hay que utilizar términos de niñas educadas como regordete, escondía el sonrojo de sus mejillas porque probablemente tenía vergüenza de habérselo comido a escondidas, por el puro antojo apetitoso y ahora pagaba las cuentas por ser mal portado. Y, como dice mami, no hay deuda que no se pague cuando la providencia lo reclame. Qué bien que esté enchilado para que se acuerde del castigo la próxima vez que se le antoje algo prohibido.
Al ver al señor de negro sentado a su lado, el regordete se sacudió de miedo y se puso a hablar descosidamente. Se ve que de niño no hacía sus ejercicios en el cuaderno semanal de redacción como aquellos niños de extranjeros que vienen nada más para desperdiciar su tiempo, hacer miserables nuestras vidas y enojar a la maestra. Pero está bien, van a ver, la señorita maestra tiene una solución para ellos y muy eficaz. Sin que nadie lo notara, la niña amenazó al señor sonrojado con el canto de su manita.
Al escuchar sus primeras oraciones, el señor de negro sonrió e indicó al gordito con las manos que hablara más despacio. También le dijo en voz baja que estaba allí por recomendación de su representante legal, con un nombre incomprensible, para entender la verdadera… consistencia o contingencia, o algo así, pero que tenía que decirle lo que había pasado y que él lo pondría todo en el contexto legal de manera más idónea, o icónea. Nunca entendí por qué un señor tan elegante y tan alto se juntaba con un sinvergüenza que ni siquiera conocía. Además, estaba tan gordo que ni yo le hubiera ayudado, no señor, y sacó de nuevo el canto de su mano.
Luego, el gordo avergonzado empezó a hablar bien como si se hubiera acordado de sus lecciones de gramática y dijo que todas sus vidas habían trabajado en esta ciudad, que sus hijos se habían casado e ido y que su señora y él abrieron un restaurante en la esquina al lado de la estación del metro San Jorge o San Borge. Que luego, llegó la inflamación y que no podían pagar al banco las mensualidades. Que los hijos les enviaban dinero, pero que ni con eso pudieron salir de apuros. La colonia se volvió sucia, con muchos extranjeros en la calle y pocos clientes en el restaurante. Y los que entraban les pedían papas recientemente fritas y no recalentadas, introducían perros sarnosos y fumaban un tabaco apestoso. Entre una cosa y otra, el banco se preparaba para cerrar su negocio y mandarlo a la cárcel. Su señora cometió una locura y ahora está en el hospital.
–¿Y no pudo solicitar otro préstamo para finiquitar las necesidades económicas imperantes? –preguntó el señor de negro.
–Pero, ¿cómo pedir otro préstamo? –el gordito lanzó la mirada a la cara del señor–. No se imagina por lo que hemos pasado para que nos den el primero. Toda la vida hemos trabajado para esto –y mostró las palmas de sus manos, eran tan rojas e hinchadas como su cara–. Durante treinta años, mi esposa y yo habíamos trabajado de costureros, dormíamos sobre las máquinas durante las semanas de mucho trabajo, con las que dios nos ha bendecido, para salir adelante. Luego compramos mejores máquinas, también traje a un primo para que nos ayudara. Estudié su idioma entre prendas para hablar con los jefes y para que nos den un precio más justo por el trabajo. Pues, no pedía que me paguen igual que a los… de aquí, pero, bueno, que mi familia se quede con algo también. Luego compramos el restaurante, disque levantamos cabeza, y entonces ocurrió todo esto –y otra vez escondió la cara entre las manos.
–Y supongo que entonces, se le ocurrió a alguien prender fuego a su restaurante. ¿No es cierto? –comentó quedamente el señor de negro.
El avergonzado no se quitaba las manos de la cara.
–Vamos, no se desanime, sé que está pasando por un mal momento. La vida está llena de altibajos. Es la mera naturaleza de nuestra existencia y de nuestra condición supeditada por las complejas relaciones del quehacer social. Vine para ayudarle –y accidentalmente el portafolios se apoyó sobre el muslo del señor sonrojado que estaba doblado sobre sus rodillas.
De repente, el gordito se acordó de algo. Miró alarmado a la izquierda, a la derecha, como si buscará los retretes, sacó un sobre blanco del bolsillo interior de su chaqueta y lo deslizó rápidamente en el portafolios de piel.
El señor alto ni siquiera se dio cuenta de la carta olvidada que terminó en su portafolios.
–Aún no he revisado a consciencia las evidencias ni las declaraciones del policía y de los vecinos que atestiguaron haberlo visto sacar unos cinturones de salchichas de su restaurante en llamas. ¿Cómo se le ocurrió eso? –las comisuras de sus labios insinuaron una risa que no salió a la luz.
Tras un silencio, el señor de negro inhaló profundamente, como el maestro de matemáticas cuando nadie conoce la solución a la ecuación, y exhaló por la boca.
–Tenemos que partir de la premisa que se trata de declaraciones fidedignas porque en el momento en que el coche patrulla se paró al lado de su restaurante, usted salía de la fumarola con las manos llenas de salchichas chamuscadas y la cara ennegrecida de hollín. El policía que fue despachado al lugar del incendio puso en su reporte, que traigo aquí –y el señor dio una palmadita a su portafolios–, que tuvo que pensar dos veces al llenar el rubro sobre el color de piel del involucrado –y una risa saltó de su pecho.
–Mire licenciado, usted es una persona de mucha educación y todo, pero piense un poco en nuestras vidas. Llegamos aquí, por decirlo así, de niños. Dejamos a nuestros padres y casas, vivíamos a veces durante meses sin salir de nuestra calle. Recojo las telas, mi esposa compra la comida y a trabajar de día y de noche. Para nosotros no había más que hilo, máquina y prenda. Y luego este desastre, venían los compatriotas a consolarme cuando ocurrió lo de mi esposa. Me decían que podía salvar nuestra propiedad, que eso ayudaría a mi esposa a recuperarse, que estaba pagando seguro automático junto con la hipoteca.
–Mire, mire, no queremos explayarnos sobre lo que la gente dijo o supuso en circunstancias poco verificables. Aquí, nos basamos estrictamente en lo que el código romano ha definido hace miles de años –y barrió el techo con su mirada–. En otros términos, queremos apuntalar nuestras observaciones en los hechos indiscutiblemente relevantes, comprobables y acordes con el reporte oficialmente presentado por el agente de nuestra policía.
A unos pasos detrás del licenciado, el rostro de un guardia alternaba entre sonrisas y gestos desdeñosos. Mientras la suela de su zapato daba golpecitos contra el piso, miraba la pared que se encontraba enfrente de él y su oído sintonizaba en la conversación del banco. El oído le ofrecía el único solaz durante largas horas de pasividad. Una pasividad de apariencia anodina que, no obstante, con el paso de los años, engarrota la espalda, inflama los juanetes, aletarga la mente y, más que nada, amenaza con teñir el resto de su vida con la fría blancura de aquella pared. Incluso, la más mansa y obtusa mente –que haya llegado a gastar años mirando una pared– empieza a dudar de su existencia en esta inmovilidad.
–Bueno, –dijo el licenciado– ¿bajo qué circunstancias usted arriesgó su vida al entrar en una cocina en llamas para, por decirlo así, salvar algunas salchichas?
Silencio.
–¿Cuál fue el móvil y bajo qué circunstancias se aventuró en ese infierno de aceites hirviendo y llamas? ¿Entendió mi pregunta?
–Sí señor licenciado, –el regordete se lamió los labios como si se alistara a humedecer una estampilla para sellar su declaración– he pasado la vida cosiendo ropa que nunca me puse y cocinando la comida que nunca probé. Y a decirle verdad, ese aroma de la salchicha, sí, ese aroma que chisporroteaba dentro de nuestro restaurante me atrajo como un imán. No pude resistirlo, –y una lágrima rodó por su mejilla– corrí adentro y agarré unas, me quemaban las manos, pero las saqué. Corrí de nuevo adentro y cogí otras, llevaba unas húngaras cuando vi la luz del coche patrulla.
–Ah, –suspiró el licenciado– el aroma es nuestro pro delicto. En efecto, ¿cómo es que no había sospechado de aquel invisible maleante? El aroma, ¿ah? Claro, claro. El único problema, señor, es que no podemos enjuiciarlo. ¿Y sabe por qué? –Después de una pausa, resolvió el enigma de su propia creación.
–Porque, mi querido señor, la salchicha con todos sus aromas, independientemente de su procedencia y sabor que usted identificaría con refinada precisión ante el tribunal –y lo miró a los ojos– no tiene modo alguno de defenderse. Y en el marco jurídico de nuestro país, todo acusado tiene derecho y los medios indispensables para ejercerlo.
–No le entendí licenciado.
–¡Ah!, bueno, su incomprensión no se puede adjudicar al estado culposo, nuestro sistema jurídico resulta sumamente complejo para los extranjeros que provienen de ámbitos… de una cierta cultura jurídica drásticamente distinta, de una evolución social diferente, acaso más joven. Nuestra legislación surge de una compilación de costumbres, leyes y privilegios, moldeados a lo largo de los siglos, cuya confluencia garantiza la justica con base en la equidad solemne entre el acusado y el fiscal. Aquí se casan el pro y el contra en el mismo nivel de validez ante el auspicio de la ley propiamente representada.
–Por favor licenciado, yo no terminé ni la primaria en mi país.
–Bueno, traduciéndolo al lenguaje plebeyo, ¿por qué demonios te metiste en ese horno si tantas cosas estaban en juego y en fuego? Arriesgaste tu existencia y el futuro de tu familia, así como lo dijiste tú mismo. ¿Capisci?
El guardia que estaba detrás del banquillo estalló en risa y, al intentar detenerse, desató una tos. El licenciado se levantó en el acto y lazó una mirada al joven uniformado cuya boca se cerró, pero el revolcón del pecho siguió sacudiéndolo.
–Mire señor licenciado –dijo el gordo en voz baja cuando este retomó su asiento–, yo crecí en una familia de cuatro hijos y estábamos todos a cargo de nuestra madre que en paz descanse. Yo era el más grande y ayudaba a mi madre con todas las cosas, las de la casa y de la huerta. Cada sábado, ella traía del mercado una salchicha que marcaba con pequeñas cortaduras en siete partes iguales, una para cada día. Cada pedazo se cortaba, se dividía en cinco partes idénticas y se servían en la cena. Un invierno, yo estaba limpiando la cocina, a cada rato me volteaba a ver la salchicha, consumida a medias, colgando de una viga. Yo la miraba y ella me miraba a mí. Cuando mi madre me dijo que iba a pasar por la casa de la tía para ver si vendió la canasta de nueces que le dejamos y escuché la puerta cerrarse tras ella, sin saber qué hacía, agarré una silla, la alcancé y la devoré. Varias veces intenté pararme, me decía, sólo tantito, un mordisco, no se notará, un poquito más y se fue toda. No me dolieron las bofetadas, pero cuando ya no podía ver ni saber dónde estaba, por el zarandeo que me propiciaron sus manos, mi madre me abrazó y sentí el corazón que latía en su pecho huesudo. Me prometí que nunca más iba a permitir que el demonio se lleve una sola salchicha mía. Y cuando olí las salchichas en el restaurante y vi que el fuego consumía todo, no pude más que correr para salvarlas.
–En mis veintiséis años de servicios jurídicos, nunca había escuchado tal cosa, pero está muy bien. Debería repetirla ante el juez. Mis colegas anglosajones dirían good performance.
–Ahora, necesito que me digas con tus propias palabras, piénsalo bien –y miró derecho en los ojos del acusado–, ¿cuándo te percataste… cuándo te diste cuenta que tu restaurante estaba en llamas?
–Pero licenciado, ya sabe…
–No, –terció el licenciado– precisamente, yo no sé nada porque tu representante no me dijo nada. Tampoco he encontrado nada sobre la causa del incendio en el reporte. ¿Cuándo y cómo te diste cuenta, tú, del incendio?
Mientras la cabeza del gordo se volteaba de lado a lado buscando la respuesta correcta para la institución fundada en una tradición milenaria, en la puerta celada por el vigilante, se asomó la cabeza de una dama de cabellos plateados y cara arrugada. Inclinó la cabeza hacia abajo de tal suerte que su mirada pasó por encima de sus anteojos de lectura.
–¿Para quién trabaja usted señor fiscal? –resonó la voz de la dama en el pasillo.
En el instante, brincó la niña alejándose de la falda de su madre y llenó el pasillo de gritos.
–¡Para el señor salchicha! ¡Para salchicha! ¡Salchicha!
Pol Popovic Karic es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey. Publicó cuarenta artículos y cuatro libros académicos. Editó nueve antologías monográficas. Ha sido integrante de ocho comités editoriales. Organizó doce coloquios y nueve “Encuentros con autores”. Es miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias y miembro correspondiente de las academias de la lengua española de Venezuela, Estados Unidos y Paraguay. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel II).