No me costó trabajo reconocer a Ángel la mañana que apareció en la puerta del barco. Luego de pasear la mirada, durante unos segundos, sobre la gente reunida en el muelle, al pie del lujoso crucero, comenzó a descender lentamente las escaleras. Hacía poco más o menos de treinta años que no nos veíamos. Pero, claro, era él. Angelito Anzorena. A primera vista, todo en él revelaba el inconfundible aire de su familia. Mejor dicho, era el vivo retrato del gran Ángel, su padre, el compadre Ángel. Ángel redivivo. Cuando llegó al pie de la escalera se detuvo, seguramente buscándome o esperando que alguien le dijera que era yo. No me reconoció, a pesar de que estaba casi frente a mí, sino hasta que sonreí y me adelanté para abrazarlo.
Hacía un par de semanas había recibido un mensaje electrónico, firmado por él que me anunciaba que al día siguiente se embarcaría en un crucero que primero recorrería el Báltico y luego la costa de Noruega hasta el Ártico. Pasaría un día entero en Oslo y tal vez, me decía, podríamos vernos entonces. No sólo no nos habíamos visto desde hacía tantos años, tampoco nos habíamos comunicado desde que Holly y yo nos habíamos venido a vivir en Noruega. Trabajaba él, en aquella época, en las oficinas centrales del Banco Internacional, en el Paseo de la Reforma, frente al monumento a Cuauhtémoc, donde tenía un modesto empleo en el departamento hipotecario. Ahí llegué a saludarlo algunas veces cuando yo trabajaba en la notaría vecina del banco. Sin embargo, no hacía mucho que mi hermano me había contado que se había enterado, sorprendido, que Angelito ocupaba un alto puesto en la Nacional Financiera. La noticia me alegró porque nuestra relación, aunque nunca había llegado a ser muy estrecha, era una de esas que se establecen entre los hijos de los amigos de los papás. La de mi papá con Ángel, le había contado a Holly, fue una amistad singular. Y para mí, cuando era un niño que apenas cursaba la primaria y ya fanático de la lucha libre, Ángel era uno de mis dos ídolos del ring. El otro era mi papá.
Cierto, mi papá fue luchador. No profesional como Ángel, pero luchador, ni más, ni menos. En la escuela preparatoria había nacido su afición a la gimnasia. Es probable que como era delgado y de estatura algo menos que mediana, hubiera tenido que desarrollar sus propias defensas físicas frente a los que les gustaba vejar a los débiles, molestar a los que no podían o no sabían defenderse. De modo que se inscribió en la Guay, la de la esquina de Morelos y Balderas, donde acababa todas las tardes, a la salida de la preparatoria, primero, y de la universidad después, sudando en las barras, colgado de las argollas, haciendo pesas y repitiendo innumerables series de abdominales, sentadillas, lagartijas y todo tipo de ejercicios. Pronto su musculatura era notable aunque fuera cubierta por la ropa. Nadie volvió a molestarlo en la escuela. Años después, conoció a algunos luchadores y boxeadores que también iban a la Guay a hacer ejercicio. Cuando uno de ellos, Ángel, lo vio girar y hacer piruetas sobre las barras paralelas, esperó a que terminara mi papá para hacer él lo mismo. No logró hacerlo con la agilidad y la ligereza con las que mi papá lo había hecho. Antes de retirarse cada uno a continuar su propia sesión de ejercicios, cruzaron algunas palabras. Mi papá se enteró entonces que Ángel era luchador profesional.
La siguiente vez que se encontraron en la Guay, Ángel estaba acompañado por otro par de luchadores. Esta vez les tocó ver cómo mi papá dominaba las suertes colgado de las argollas. Al terminar, le preguntaron si no le gustaría entrenar con ellos. Al día siguiente fue por primera vez a entrenar con Ángel y los otros al ring de la Arena Modelo. Ángel le enseñó lo más elemental: llaves y modos de caer sin lastimarse. A mi papá lo divertía el entrenamiento con los luchadores que completaba los ejercicios del gimnasio y comenzó a alternar las sesiones en la Guay con las de lucha libre en el ring. Un día, don Salvador Lutteroth, el empresario de la lucha libre, lo vio entrenar una caída con El Lobo Negro. Al terminar se les acercó y le preguntó a mi papá quién era y si quería luchar profesionalmente. “Tienes madera de luchador”, le dijo muy serio y añadió: “Si quieres, podrías comenzar la semana entrante, el jueves, por ejemplo, en una de las peleas preliminares… podrías ganarte unos pesos…”. Mi papá le dio las gracias pero le dijo que la afición a la lucha libre era eso, nada más que afición, “soy abogado y periodista… y pronto voy a casarme…”. Don Salvador se le quedó viendo; sabía qué era lo que había que hacer: “Te pones una máscara”, le dijo, “y nadie te va a reconocer, ¡ni tu novia!”. Cada vez que volvía a encontrarse con don Salvador, éste le preguntaba sonriendo: “¿Cuándo vas a ponerte la máscara, Juanito?”.
Nunca se la puso. Se casó, a los dos años nací yo y cuatro años después mi hermano. Necesariamente aumentó el trabajo en el periódico y en el despacho. Pasaba parte de las noches en la redacción de El Universal Gráfico armándolo y durante el día eran los asuntos en el despacho. Muchos de ellos estaban relacionados con los largos y enredados trámites en la Secretaría de Gobernación para legalizar la estancia en el país de republicanos españoles y de judíos perseguidos por el nazismo. Unos y otros acababan siendo amigos de mi papá por lo que al final se negaba a cobrar sus honorarios. De modo que ya no tuvo tiempo de ir a la Guay ni a entrenar con los luchadores. Pero no dejó de ver a Ángel quien para acabalar sus ingresos, se había comprado un taxi. Ahora alternaba la lucha libre con el ruleteo. Su familia crecía, ya tenía cuatro hijos y lo que ganaba en la lucha no le alcanzaba, mucho menos ahora que se había comprado una casita allá en la colonia Clavería y había que ir pagando mensualmente la hipoteca. Cuando bautizaron a Fernando, el cuarto de sus hijos, Ángel y Aurora, que así se llamaba su mujer, invitaron a mis papás para que fueran los padrinos. Desde entonces los conocimos como el compadre Ángel y la comadre Aurora.
Entre mis más antiguos recuerdos está el taxi del compadre Ángel, un Chevrolet azul y blanco en el que pasaba por nosotros para llevarnos a comer de vez en cuando a su casa. Ahí conocí a la comadre Aurora y a sus hijos, Angelito y sus hermanos. Él era el mayor, casi de la misma edad que yo. Por esa época comenzaron a televisar las luchas. Nosotros no teníamos televisión pero a mis primos los invitaban unos vecinos a verla en su casa. Un día fui con ellos. Aquello era maravilloso. Era tener el cine en la sala de tu casa. Una noche nos tocó ver las luchas. Cuando subieron al ring los luchadores, me llamó la atención uno de ellos que iba envuelto en una capa dorada. El otro era muy alto, muy fuerte y muy negro. El anunciador los presentó, al negro como Joe Grant y al de la capa dorada como Ángel Anzorena. Sí, era él, les dije emocionado a mis primos, yo lo conozco, es el compadre Ángel, el que nos lleva en su taxi a comer en su casa. No me acuerdo quién ganó la pelea, pero ahí nació mi afición a la lucha libre.
Cuando se lo conté, todavía muy emocionado, a mi papá, prometió llevarme un día a la lucha libre. Me contó cómo había conocido al compadre Ángel y que había ido a entrenar muchas veces con el compadre y con otros luchadores. Fue entonces cuando comenzamos a ir a una cafetería cercana donde tenían televisión para ver las luchas. O si no, mi papá le pedía a una señora rica, que había sido amiga de mi abuela y que tenía televisión, que nos dejara ir a ver en su casa las luchas. Pero lo mejor de todo era cuando nosotros mismos luchábamos en la casa. Sacábamos los muebles de la sala, el tapete que era cuadrado nos servía de ring, nos poníamos nuestros trajes de baño —con el pescado de la marca Catalina a un lado— y, dependiendo de qué luchador famoso simulaba ser yo, me ponía o no una de las máscaras que mi mamá me había comprado en una tienda de La Merced. Mi papá tenía cuerpo de luchador, con razón el señor Lutteroth, quería que se dedicara a la lucha libre. Me enseñó todo tipo de llaves y las reglas del juego. Porque era un juego, me repetía, una representación como en el teatro. El chiste era no lastimar al contrincante, pero simular que estabas a punto de matarlo. Al principio mi hermano estaba muy chiquito y sólo nos veía luchar, pero pronto ya estaba jugando con nosotros. Un día apareció en el ring de la sala vestido con un traje de baño amarillo, mallas amarillas y una capa amarilla y nos anunció muy serio: “Hoy soy ‘El Cocodrilo Verde’”.
Una vez que pasé con mi mamá por el estanquillo de la esquina de la casa, descubrí que ahí vendían estampas de luchadores para pegar en un álbum especial que también se podía comprar ahí. Las estampas venían en un sobre cerrado, si te salían repetidas las podías cambiar con tus amigos. Así comencé el intercambio, primero con mi hermano y mis primos y luego con algunos amigos de la escuela que también estaban llenando su álbum. Cuando me salían estampas que ya tenía, las cambiaba por alguna de las “difíciles”. Porque había “difíciles” y “fáciles”; la compra-venta estaba muy bien organizada para que se prolongara mientras se extendía el intercambio entre los coleccionistas que andábamos siempre con las bolsas llenas de estampas listos para comparar nuestro tesoro con el primer coleccionista que nos encontráramos y proceder al intercambio. Una vez que llenabas el álbum, lo que te podía llevar meses, acaso más de un año, lo entregabas y te daban un premio. Cuando completé el álbum no fui a entregarlo. No habría premio mejor que guardarlo y ver de vez en cuando aquellas imágenes de mis héroes.
Un día que el compadre Ángel vino a comer a la casa, mi papá todavía no llegaba del trabajo. Mientras lo esperábamos, le enseñé mi álbum. Lo fue hojeando conmigo haciendo comentarios de algunos de sus colegas que ahí aparecían, contando anécdotas de ellos. Se detenía frente a ciertas estampas apuntándolas con el dedo: “Mira, tu papá entrenaba con éste —Tarzán López—, y con este otro —el Lobo Negro—, y con este —Enrique Llanes—, y creo que también con este — Ángel Anzorena—… dile que te cuente”. Por supuesto que mi papá me había contado de sus entrenamientos con ellos cada vez que los veíamos en la televisión o cuando le enseñaba mis estampas.
Nunca olvidaré la primera noche que mi papá me llevó a ver las luchas en vivo. Fue en la arena en la que habían convertido el gran auditorio de Televicentro donde se encontraban los estudios del Canal 2. Esa noche estaba anunciado el compadre Ángel en la pelea estelar que sería de parejas: él y Enrique Llanes contra El Médico Asesino y la Tonina Jackson. Llegamos con anticipación. Mi papá había conseguido boletos de ringside es decir de primera fila, junto al ring. Antes de localizar nuestros asientos, me llevó a los camerinos a ver si podíamos saludar al compadre. A la entrada encontramos al Lobo Negro que, sorprendido, abrió los brazos para saludar a mi papá: “¡Juanito! ¡Qué gusto! ¡Hace tanto que no nos vemos! ¿Dónde te has metido?” Y antes de que mi papá pudiera contestarle, se dieron un apretado abrazo mientras el Lobo me miraba: “¡No me digas que este es Juanito junior!” y el siguiente abrazo fue para mí. “Seguro que buscan a su compadre, vengan yo los llevo a su camerino”. El compadre nos esperaba, mi papá le había hablado para decirle que esa noche iríamos a las luchas y que pasaríamos a saludarlo. Nos llevó a saludar a los que esa noche lucharían con él. Por los angostos pasillos pasaban los luchadores o se detenían a platicar entre ellos y cuando reconocían a mi papá, lo saludaban con grandes abrazos y fuertes palmadas en la espalda, le reclamaban, qué por qué ya no iba a entrenar con ellos, lo reconocían como uno de ellos con ese afecto que solo está reservado para los del mismo oficio y que se hace más visible cuando después de dejarse de ver por un tiempo, vuelven a encontrarse inesperadamente. Y mi papá me los iba presentando uno tras otro, a Black Guzmán, a Tarzán López, a Rito Romero, a Gori Guerrero, a Fernando Osés, a Sugi Sito, a Joe Grant, a Rolando Vera, al Murciélago Velázquez… Yo no podía creerlo. Veía cómo querían a mi papá y por primera vez me daba cuenta que él era uno de ellos. ¡Me daban la mano los mismos de las estampas de mi álbum! ¿Quién iba a creérmelo cuando se los contara a mis amigos en la escuela o a mis primos?
En su camerino, Enrique Llanes, enfundado ya en su bata, también abrazó a mi papá y luego que el compadre le dijo quién era yo, Enrique me dijo, muy serio, que mi papá siempre le ganaba a la hora de entrenar y que ojalá que yo sí llegara a ser luchador profesional cuando fuera grande. Entonces me dijo que me iba a enseñar algo que siempre dejaba en el camerino mientras iba a pelear. Algo muy especial. De una caja forrada de terciopelo rojo que estaba puesta sobre una silla, sacó un grueso cinturón negro adornado con placas de oro ovaladas. “Mira, me lo dieron cuando gané el campeonato mundial de peso medio”. Yo no sabía qué decir, la emoción era abrumadora. Luego fuimos al camerino del Médico Asesino. Tardó en abrir la puerta y cuando lo hizo, ya llevaba puesta su máscara aunque, me fijé bien, no se la había amarrado en la nuca, la llevaba suelta. Me impresionó mucho saludar a alguien cubierto por una máscara, me dio miedo. La Tonina Jackson nos recibió sentado en un sillón; era gordísimo, apenas cabía en el estrecho espacio del camerino, llevaba una camiseta roja sin mangas —así luchaba— y tenía cara de niño.
Tan pronto que terminamos nuestra ronda por los camerinos, nos fuimos a nuestras lunetas de ringside. Alcanzamos a ver tres peleas preliminares a tres caídas cada una y la pelea final. El espectáculo era el mismo que veíamos por televisión, pero su impacto muy diferente. Era la sensación de estar prácticamente junto al ring y al lado de los luchadores, de vivir la tensión creciente desde el momento en que el anunciador, de smoking, y el réferi, de blanco, primero, y luego los luchadores, subían al ring entre aplausos, chiflidos y gritos de la enardecida concurrencia. Seguía el anuncio gritado de “Picoro” —así se conocía el anunciador— y la presentación de los rivales, a cargo del réferi, con sus correspondientes advertencias de cómo debían comportarse durante la lucha. Una vez despejado el ring, empezaban los enemigos a acercarse uno al otro desafiándose con la mirada y midiendo la distancia entre ellos que iba acortándose, acechándose, caminando uno frente al otro hasta que llegaba el momento del primer zarpazo y ya prendido uno del otro comenzaba la lucha cuerpo a cuerpo.
Era admirable la elasticidad y la agilidad con las que se iba desarrollando la confrontación de los cuerpos, acoplándose y conjugándose mediante la aplicación de las clásicas llaves y de otras que los luchadores parecían improvisar con la violencia de un juego en el que la fuerza física se ponía al servicio de la inteligencia. Desde nuestros asientos alcanzábamos a percibir la respiración y el aliento de los luchadores, percibíamos sus palpitaciones, la humedad del sudor que al ir cubriendo sus cuerpos le iba sacando brillo a sus musculaturas. En una de las peleas preliminares, el Cavernario Galindo lanzó a su contrincante, Joe Grant, un alto y corpulento negro, fuera del ring y fue a caer precisamente en las piernas de mi papá. Joe nomás alcanzó a decir un rápido “¡Perdón, Juanito!” antes de incorporarse y con un ágil salto, regresar al ring. Un incidente que nunca hubiera sucedido frente al televisor.
La pelea final fue la más emocionante de todas. Nuestro compadre y Enrique Llanes estuvieron a punto de perderla. Habían ganado, en buena lid, la primera caída y perdido la segunda. Pero en la tercera, los “rudos” recurrieron a todo tipo de golpes bajos o bien, mientras uno inmovilizaba al compadre, el otro lo golpeaba, le picaba los ojos, truculencias que estaban prohibidas. Pero al final se impusieron los limpios y mientras la Tonina se rendía bajo los efectos de una “cerrajera”, la llave inventada por Enrique Llanes y bautizada así porque él era cerrajero, el Médico Asesino yacía de espaldas debajo del compadre que le había propinado unas patadas voladoras fulminantes y el referee contaba hasta tres sin que el enmascarado pudiera moverse.
Volvimos varias veces a las luchas. Pero luego, poco a poco fuimos dejando de ir. Ya no había luchas en Televicentro y, por alguna razón, nunca nos entusiasmó ir a la arena Coliseo donde continuaban celebrándose. Al compadre Ángel lo seguíamos viendo. De vez en cuando aparecía por la casa, sobre todo cuando andaba ruleteando y llevaba a algún pasajero a la Condesa-Hipódromo que era donde vivíamos. Un día nos contó que se había retirado de la lucha libre, comenzaba a sentir el paso del tiempo y ya no lo programaban en las peleas estelares. Prefirió alejarse voluntariamente del ring antes de que ya no lo incluyeran ni siquiera en las peleas preliminares. “El taxi es noble”, nos dijo cuando nos anunció su retiro, “al volante nadie se fija en la edad del chofer, conozco esta ciudad como la palma de mi mano y todavía no me canso de manejar”. Traía entonces un Plymouth gris perla, último modelo, del que parecía estar muy orgulloso…
Pasamos el día de su visita a Oslo con Angelito. Si no lo hubiera conocido desde que éramos chicos, hoy le hubiera dicho don Ángel. Toda su indumentaria y su fácil modo de llevarla y de comportarse y de dirigirse a nosotros, todo hablaba de la solidez y la prosperidad con la que se desarrollaba su vida en las alturas del mundo de las finanzas. La discreta elegancia de su holgado traje de lino, su camisa de seda cruda, su creciente barriga, su Rolex de oro, sus mocasines cafés recién lustrados, todo lo llevaba con la naturalidad de quien ha nacido en la privilegiada cuna de una de esas rancias familias porfirianas que sobrevivieron las inclemencias de la Revolución y luego acabaron usufructuándola sin inútiles rencores. Nos contó, mientras nos despachábamos el almuerzo que Holly le había preparado con toda suerte de arenques, salmón ahumado y quesos de cabra, que ahora vivía en una casa de Bosques de las Lomas que Luis Barragán le había diseñado al banquero a quién él se la había comprado, que se había divorciado hacía un par de meses, que afortunadamente no habían tenido hijos, sólo un gran danés que se había llevado su ex-mujer, por cierto una estrella de las telenovelas a la que Holly y yo, después de tantos años de vivir fuera de México, no conocíamos ni en fotografía, que desde hacía tres años estaba a cargo de una de las direcciones generales de NAFINSA…
Lo llevamos a la Galería Nacional porque, según nos dijo coleccionaba obras de arte. Nos contó que en una subasta de Sotheby’s había adquirido un grabado original de Munch. Luego fuimos a pasear al parque vecino de nuestra casa. Mientras lo recorríamos admirando las monumentales esculturas de Vigeland, comencé a hacer recuerdos de nuestros papás, de su amistad, de mi afición a la lucha libre. Él guardó silencio hasta que me interrumpió: “Mejor hablamos de eso más tarde, en otra ocasión”. Quise pensar en ese momento que lo que quería era concentrarse en la contemplación de las obras de arte que pueblan ese parque tan singular. Luego, durante la comida en la casa, a la sombra de los grandes árboles del jardín, intenté volver a compartir con él —con quién mejor que con él— mis recuerdos del compadre Ángel y de mi papá. El silencio fue su única respuesta. No insistí más.
Por la tarde lo despedimos en el muelle con un breve apretón de manos y lo vimos ascender la escalera hasta que llegó a la entrada del lujoso crucero desde donde volteó a vernos y sonriendo agitó la mano para despedirse. A pesar de todo y de él mismo, ¡cuánto se parecía a su padre, al compadre Ángel! Mientras regresábamos a la casa pensé que en su nueva vida solo había espacio para el olvido, que él se lo había impuesto, como una máscara de luchador, para poder sobrevivir en su nuevo mundo. Sentí con cierto dolor, que seguramente sería pasajero, que al fin y al cabo ya no me quedaba hoy más que la lejana soledad de los recuerdos.
Vinderen, Oslo, septiembre de 2015
Publicado originalmente en: Juan Pellicer, Antología personal, editorial Aurora Boreal®, 2018, https://www.auroraboreal.net/ Reproducido con los debidos permisos.
Fotografía: ©Lorenzo Hernández
Juan Pellicer, Catedrático emérito, Universidad de Oslo.
Licenciatura en Derecho (UNAM, 1968). Posgrado en Administración Pública (London School of Economics, 1969). Maestría y Doctorado en Letras Españolas (Universidad de Oslo, 1987 y 1995). Ha publicado cinco libros: Mexico, Mexico, Oslo, Aschehoug, 1982 (sobre el desarrollo político y económico de México); El placer de la ironía, México, UNAM, 1999 (un estudio sobre Crónica de la intervención, de Juan García Ponce); Entre la muerte y un vaso de agua, México, UNAM, 2005 (sobre las letras mexicanas del siglo XX); Tríptico cinematográfico, México, Siglo XXI Editores, 2010 (sobre las primeras tres películas de Alejandro González Iñárritu); Antología Personal, Relatos, Editorial Aurora Boreal, Copenhague, 2018 (cuentos y novelas cortas). Ha publicado también numerosos ensayos y artículos sobre textos de diversos autores del mundo hispánico.