La fenomenología nos enseña que la frontera entre lo interior y lo exterior es borrosa. No hay discontinuidad sino transición gradual de la realidad exterior al mundo interior. Si analizamos nuestras experiencias con detenimiento, descubriremos que nuestra interioridad está constituida de forma análoga a la realidad exterior, pues hay sentimientos elevados o bajos, tenemos recuerdos lejanos y otros próximos, nos cuesta a veces orientarnos en relación con lo éticamente correcto, etc. De manera equivalente, percibimos el mundo físico, exterior, de acuerdo con categorías interiores, o sea, emocionales, intelectuales, éticas, espirituales, etc. Consideramos cierto paisaje como sublime o determinado barrio como degradado igual que hay lugares sagrados o sitios que representan una carga emocional fuerte para la memoria colectiva por los acontecimientos que tuvieron lugar allí. El pensador Maurice Merleau-Ponty considera que constituimos nuestra experiencia del espacio de acuerdo con la vivencia primordial de la percepción, y ésta no es la de una reflexión matemática que organiza el mundo según distancias objetivas o coordenadas exactas de altitud y latitud, sino según una pertenencia al mundo que es anterior a cualquier reflexión. Para desarrollar esta idea, introduce el peculiar concepto de carne (“chair”). Contrariamente a lo que podríamos suponer, esta noción no está ligada al yo, sino que es el medio compartido, el factor de ligazón entre el individuo y el mundo. El concepto de carne es una especie de metáfora que ilustra cómo nuestra conciencia no es principalmente intelectual, matemática, objetiva, sino que está espontánea y esencialmente cohesionada con nuestro entorno. La carne es en cierto sentido un elemento a la manera de los cuatro elementos de Empédocles -tierra, agua, aire y fuego- pues es lo que atraviesa todo el Ser y cohesiona los entes entre sí. Un objetivo principal para Merleau-Ponty es romper con la idea típicamente moderna de que sólo lo científicamente fundado tiene valor de realidad. En consecuencia, considera que nuestra percepción del espacio no es la de la observación distanciada y neutra, sino que responde a una profunda interpenetración de yo y realidad, pues ambos, sujeto y mundo, forman un círculo en el cual lo sensible y lo sentido, lo visible y lo visto, forman parte de un solo acto. En otras palabras, es necesario dejar atrás la concepción dualista de subjetividad interior y realidad exterior como dos ámbitos separados. Por el contrario, hay que ver la exterioridad como inherentemente entrelazada con la interioridad.
Trasladada esta idea a la tarea de describir dónde se vive, queda claro que es necesaria una reflexión sobre lo que significa habitar determinado sitio. No se vive meramente en tal país o en cual ciudad, sino que al mismo tiempo que uno habita un sitio específico, también se es habitado por ese país o por esa ciudad. Una existencia medianamente feliz tiene como consecuencia la identificación con el sitio donde se vive ya que es el lugar que le da a uno sustento y resguardo, una vida social, placeres y disgustos, etc. Ésta es la verdad inherente a la literatura costumbrista pues, más allá de la idea romántica de representar la esencia de la nación, esta tendencia literaria busca describir la interrelación profunda entre el individuo y su entorno. El apego al lugar implica fundirse con el sitio donde se vive: las costumbres, la comunidad, quizá incluso los recuerdos de la infancia y la adolescencia, todo esto pasa a habitar el interior de cada persona. El sentimiento de pertenencia a la patria chica puede llegar a alcanzar dimensiones oceánicas, tal y como se desprende de una obra como En busca del tiempo perdido, que toda ella trata de la recuperación de esos lugares del pasado personal que ya no existen más que en la mente del narrador Marcel y que, al finalizar la obra, van a pervivir en su escritura. No es excesivo decir que esta obra representa la condición común a toda persona de estar habitada por determinados lugares. La añoranza por determinado sitio es estar habitado por ese lugar, por ese espacio que de alguna forma ha pasado a ser parte de uno mismo. La exterioridad del sitio forma ahora parte de la interioridad del yo.
Al mismo tiempo, la vida interior puede, de manera paralela, trasladarse al mundo exterior. Imagen arquetípica de esto es Don Quijote, cuyo cuerpo se encuentra en la España del siglo XVII a la vez que su conciencia habita el mundo imaginario de los libros de caballerías con sus castillos encantados, gigantes y magos, doncellas y caballeros, etc. El hidalgo de la Mancha es, desde esta perspectiva, representación del poder de la conciencia de habitar el espacio físico, incluso a pesar de cualquier contradicción. Si, por un lado, Cervantes desmiente, por medio de los infinitos golpes y palos que recibe Don Quijote, la idea de que la imaginación puede transformar la realidad, por otro, muestra el entrelazamiento de interioridad y exterioridad cuando, en la Segunda parte de la obra, aparecen representados los lectores de la Primera parte, ya que estos personajes buscan vivir, en la realidad, lo que han leído en el volumen que apareció en 1605. De esta manera, los lectores del Quijote que aparecen en la Segunda parte se han contagiado del mal del protagonista pues, igual que él, desean vivir lo que han leído. Ahora bien, el autor que seguramente ha desarrollado el entrelazamiento de interioridad y exterioridad de la manera más radical es Julio Cortázar. Esa obra maestra de dos páginas llamada “Continuidad de los parques” ilustra a la perfección la consubstancialidad de lo exterior y lo interior. El protagonista de este relato, lector de una novela probablemente folletinesca y trivial, se sumerge en una lectura que se confunde con su realidad hasta el punto de que, al finalizar el cuento, el lector real ya no sabe cuál es el nivel de la ficción y cuál el nivel de realidad en el relato. Lo mismo sucede en “Las babas del diablo”, cuento en el que el nivel de la representación (la imagen fotográfica) se funde con el nivel de lo representado (la realidad física). El fotógrafo es trasladado (es significativa la pasividad del protagonista en esta transferencia) a la fotografía que saca al comienzo del cuento. Su mirada “natural” se convierte en la mirada de su cámara, y él es trasladado, de forma paralela, de la realidad física (el nivel de lo representado) a la “imagen química” de la cual él es autor (el nivel de la representación). Otro ejemplo sería el relato borgiano “Las ruinas circulares”, en el que un brujo concibe la idea de crear un hombre soñándolo. Cuando lo consigue, descubre que también él es un sueño, esto es, la realidad y lo soñado convergen, y no es posible diferenciar una del otro. Por medio de estos procedimientos narrativos, se representa la idea epistemológica de Merleau-Ponty de que no existe una realidad objetiva, científicamente pura, sino que nuestra experiencia de la realidad es de doble hoja, por así decir. Interioridad y exterioridad son reversibles o, en alusión a un famoso texto de este pensador, quiásticas.[1] Ninguna de las dos tiene primacía epistemológica sobre la otra, se dan siempre indisolublemente unidas.
Si se persigue esta idea, y se pasa de un plano epistemológico a un orden existencial, es posible afirmar que cada persona está habitada o, mejor, que es habitada por aquello sobre lo que ha proyectado su voluntad. Esto es, uno vive en los libros, otro vive en internet, otro en sus resentimientos y deseos de venganza, otro en sus recuerdos, etc. Ser habitado por un afecto es enormemente habitual, hasta el punto de que el deseo puede tomar el control sobre los actos del individuo. También esto aparece en la literatura con sobreabundancia de ejemplos. En la Celestina, Calisto está habitado por el egoísmo y la lujuria, mientras que en Celestina y sus secuaces habita la codicia. Estos vicios los poseen hasta el punto de que los llevan a la muerte. De forma similar, en el Lazarillo los personajes secundarios, los diferentes amos de Lázaro, encarnan sus respectivos pecados: el ciego personifica la crueldad y el cinismo; el clérigo, la avaricia; el escudero, el orgullo y la vanidad; el buldero, la avaricia y el gusto por burlarse del prójimo; el arcipreste, la lujuria y la hipocresía. Toda esta galería de personajes muestra cómo cada persona puede ser habitada por determinado vicio hasta el extremo de condicionar toda su existencia. En realidad, ser habitado por una actitud vital es tremendamente humano, y por eso todas las tradiciones de sabiduría -el budismo, el hinduismo, el estoicismo, el cristianismo- predican la necesaria desvinculación de sí mismo, de los apegos, aficiones o ideas, ya que muy fácilmente se pueden convertir en valores absolutos. Cada persona tiene sus afectos –a sitios, a grupos, a convicciones- que pueden convertirse en verdaderas obsesiones. Por esta razón, las mencionadas tradiciones espirituales arguyen que es necesario descentrarse de sí mismo y de los apegos propios para conseguir una liberación espiritual como la que expresa la frase teresiana “vivo sin vivir en mí”. En el momento en que el individuo se desvincula de lo que lo habita, consigue una verdadera libertad que trasciende cualquier frontera o limitación espacial. Quizá sea ésta la causa de la enigmática pregunta que aquellos dos discípulos dirigieron, nada más conocerla, a esa persona absolutamente excepcional: “Maestro, ¿dónde vives?” (Jn 1, 38).
[1] La nota de trabajo Quiasmo – reversibilidad, inserto en Lo visible y lo invisible.