En la misma fecha en que proveniente del Distrito Federal entró la droga a León, también provenientes del Distrito Federal entramos nosotros a la avenida principal de León, mi esposo al volante. La realidad nos había forzado a alterar los trazos del mapa y obligado a recordar que las señales en caminos y puentes al ras y elevados, curvos y rectos, tréboles y tallos de asfalto y de alta tecnología o high tec, resultan más bien desviadoras en México, que merece por igual ser país mágico por excelencia como la cuna del humor negro, y si queríamos llegar a donde nos dirigíamos y atender mi compromiso con la Biblioteca Central Estatal e inaugurar un taller de creación narrativa y conducirlo, había que ser más listos que ellas y meta interpretarlas.
En la puerta del Hotel Radisson Poliforum Plaza León, en el boulevard con nombre de un ex presidente del país genuinamente amigo de sus inmigrantes libaneses, ya nos estaba esperando para recibirnos y darnos la bienvenida Abel, un joven historiador y empleado bibliotecario que haría el papel de guía durante nuestra estancia relámpago en esa ciudad en el centro del país o zona del Bajío, en el territorio no montañoso del estado de Guanajuato, asiento del Festival Internacional Cervantino, “la fiesta del espíritu”, o de la música, el teatro y la danza, más importante de México, y uno de los más célebres de América, fundado, con el patrocinio del entonces presidente del país y amigo de artistas e intelectuales pero ex Ministro de Gobernación responsable de la Matanza de Tlatelolco en 1968, a raíz de la celebración del vigésimo aniversario de la primera puesta en escena en la historia que hizo Enrique Ruelas de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados de Cervantes, que el actor y director teatral guanajuatense cristalizó en los Entremeses cervantinos, montaje mundialmente considerado como un aporte fundamental al teatro y su historia.
Al estrechar la mano del engafado y macizo cicerone, sellé la trama del viaje; al presentarme esa misma tarde ante el grupo de alumnos inscritos, desaté mi versión más actualizada de uno de los temas atávicos de la literatura, el del origen y la razón de la existencia del escritor y el desarrollo de su oficio o quién es y cómo es y qué está haciendo en su rincón en el Universo, la Historia, o un taller de creación narrativa.
De León sabía que era la capital mundial con mayor actividad industrial de cuero bovino y porcino, manufacturado en especial en forma de calzado en una amplia gama de manifestaciones, que abarcan desde la alpargata, la babucha, la bota, el botín, el calco, la chancla, la chancleta, la chinela, el chapín, el escarpín, la pantufla y la sandalia, hasta la zapatilla; también sabía que León era una de las ciudades más grandes de la República, con millón y medio de habitantes, así como el bastión más significativo del catolicismo mexicano; sabía que la cocina de su región era rica en carnes en general y en barbacoa en particular; pero eran muchas más las cosas de León que ignoraba.
Por ejemplo, entre las más pintorescas, la finalista, que consistía en que la ciudad tuviera un malecón que la protegiera contra las aguas de un río seco años atrás, vertiente del río Lerma, o la ganadora, que León fuera la sede de la asociación civil de los Doctores de la Risa, cuya finalidad es dar risoterapia a los hospitalizados para acelerar su recuperación. El tratamiento, llamado también cooperación alegre, contempla alcanzar de paso a los parientes del enfermo y al personal médico que lo atiende, y para conseguir su propósito se vale de una técnica que combina juegos, bromas, magia y mímica. Los fundadores de esta sociedad son los hermanos Olivares Ramírez, Héctor y José T., guanajuatenses que aprendieron el arte de hacer reír con fines terapéuticos de los esposos y fundadores del Teatro Pronto Alex Navarro, clown español, y Caroline Dream, comediante inglesa licenciada en Teatro por la Universidad de Exeter y formada en el British Circus School.
Caroline Dream vive en Barcelona y cree que la manera más eficaz de aprender es la más inmediata, declara que quiere ver, escuchar y sentir la reacción del público. Aprendió cómo encantarlo y divertirlo, y procura hacer que sus espectadores rían sin consideraciones y sin miedo al ridículo. Sostiene que su filosofía es sencilla. La parafraseo: Mientras más me divierto yo, más se divierten mis espectadores. Si me dejo llevar por el ritmo y la exageración que los juegos proponen; si permito que mis emociones se expresen con libertad a través del juego; si no detengo la risa y soy franca en mis razones, emociones y expresiones, el público responderá. En medio de la selva en la que vivimos, y de la cual el león es el rey, quiero crear un círculo mágico en el que los humanos nos humanicemos y en el que reconozcamos que nosotros también podemos caer en el ridículo.
Otro hecho inesperado con que me encontré en camino a la Biblioteca fue ver el sistema de transporte público o metrobús que atraviesa la avenida principal de León y que fue inaugurado dentro del periodo del ex presidente de la Coca Cola y del país, hijo de madre nacida en San Sebastián, Guipúzcoa, país vasco; nieto de abuelo paterno estadounidense nacido en Cincinnati, Ohio, descendiente de inmigrantes alemanes católicos; e hijo de padre que, si bien nació en Irapuato, Guanajuato, se educó en los Estados Unidos y tuvo nacionalidad estadounidense.
Al llegar a la Biblioteca Central Estatal, una de las edificaciones que integrarán el Centro Cultural Guanajuato que incluirá, aparte de un museo y una universidad de las artes que están por inaugurarse, un teatro, una plaza comercial y un hotel de cinco estrellas y veinte pisos, me enteré de que es obra del arquitecto estadounidense de origen chino Chien Chung (Didi) Pei, responsable de la ampliación del Museo del Louvre en París, y quien, cuando diseñó el nuevo Centro Médico de la Universidad de California en Los Ángeles con nombre de ex presidente del país y ex actor de Hollywood, declaró que su intención era de crear “un entorno hospitalario alegre y conducente a la curación.” El Centro Cultural Guanajuato reemplaza la construcción de lo que fue el Instituto Lux de León, una de las dos instituciones de educación básica en las que se formó el ex gobernador del estado de Guanajuato y ex presidente del país que, durante los dos correspondientes mandatos, calzó por el mundo y el Vaticano botas de León; la otra fue el Colegio La Salle, cuyo lema es el de ofrecer una “Educación de calidad fundada en valores cristianos” y cuya constitución se remonta al siglo XVII, obra de San Juan Bautista de la Salle.
En medio de estas observaciones fue cómo aquel lunes 1° de septiembre me apersoné en la Biblioteca Central Estatal de Guanajuato, en León, para inaugurar el Taller de creación narrativa, una de las actividades con que la Biblioteca, con el lema “Leer provoca”, celebraría su Segundo Aniversario, programa que incluiría las conferencias “Independencia, Identidad y Nación en México 1810-1910”, del Dr. Enrique Florescano e “Historia del periodismo cultural en México”, de Humberto Musacchio; la presentación del libro Cuauhtémoc, de Pedro Ángel Palou y del espectáculo del cuentacuentos Mario Iván Martínez titulado, Leyendas del México Antiguo. Animalitos de México, así como la plática “El oficio del monero en la literatura mexicana”, de Eduardo del Río, Rius, que fue disuadido de presentar en esa ciudad su libro recién aparecido, ¿Sería católico Jesucristo?, y no por los organizadores inmediatos Marilú, Claudia o Pepelucho, que sin duda tendrían este nuevo catecismo de libro de cabecera, o de qué otro modo explicarse la vitalidad y buen ojo con que organizaron y llevaron a cabo la celebración del Segundo Aniversario de la Biblioteca.
Como advierte Don Quijote en la frase que yo tampoco he situado en el texto pero que se le atribuye porque podía haberla dicho, “Cosas veredes, Sancho, que harán temblar las paredes.”
*
Después de definir ante el grupo lo que podía ser un taller de este tipo y dejar claro que por lo tanto desde esa primera sesión yo me haría cargo de la parte teórica y los alumnos de la práctica, para situarnos y marcar un punto de partida, aunque muy a grandes rasgos, dividí la escritura en poesía y prosa, y la prosa en narrativa y ensayística, y fui dando ejemplos para entendernos, tratando de deducir de su expresión o comentarios lo que parecieran entender los treinta y tantos hombres y mujeres que me escuchaban en esa sala de la Biblioteca, deseando que algún listo del grupo no recordara en voz alta a Homero y pusiera en evidencia ante sus compañeros lo endeble de mi clasificación, pues no había tomado en cuenta la poesía narrativa ni siquiera de forma tangencial. Me parecía excesivo o demasiado pronto o equivocado conducir al auditorio al origen de la literatura como medio de comunicación primero, y de entretenimiento después, hasta finalmente alcanzar el de manifestación artística, o al destacar la rima y la música como incitadores de la memoria, y a los actores o juglares y su actuación como el motor que echó a andar el registro de la historia.
Dos pesos me habían impedido hasta el momento pasar de no considerarme sino aprendiz de escritora a poder considerarme además aprendiz de maestra. Por una parte, la certeza de la distancia que me separaba de mis propios maestros, y por otra el temor de que mis posibles discípulos padecieran las consecuencias. Sin embargo, la vida me sonrió, pues tras apenas uno que otro enunciado relativo a la definición de los términos taller, creación y narrativa, que constituían el título de nuestra materia, fueron los alumnos, con sus preguntas o sus ejemplos, voluntarios o involuntarios, quienes se encargaron de delinear los puntos esenciales de nuestro tema que, como he confirmado, no sólo son pocos, sino que coinciden con los principios que me han guiado a mí en el oficio de escribir.
Delante de mí se había reunido un grupo heterogéneo de entusiastas que se acercaban al quehacer de la literatura quizá sin saber del todo lo que estaban haciendo. Había asistentes jóvenes y viejos. A juzgar por su aspecto, podían ser desde estudiantes hasta profesionistas, desde obreros y empleados hasta amas de casa, desde ciudadanos modernos y postmodernos hasta burócratas y funcionarios públicos. No parecía haber campesinos, ni otomíes ni chichimecas ni, entre éstos, mucho menos chupícuaros, los pobladores más antiguos de esa zona geográfica. No era probable, pero tal vez habría también los que en un grado u otro vivieran fuera de la ley y por lo tanto resultaran inclasificables según los términos convencionales de una descripción social. Quiero decir que igual que en todo grupo, en la concurrencia del taller podían estar presentes todos los credos y todas las orientaciones de todo tipo, sexuales, políticas o alimenticias; representados casi todos los estratos sociales, los coeficientes intelectuales y los niveles culturales o de educación o civilización; personificadas por lo menos dos razas y por lo menos un par o dos de nacionalidades, naturalizaciones, o estados migratorios. Asimismo, habría funcionarios públicos o pujantes aspirantes a funcionario público en calidad de su verdadera vocación, apenas solapada por la de escritor que le servía de tradicional y prestigioso pretexto.
Estábamos en el centro de México. Era la primera semana del mes de septiembre de 2008 y yo era conductora primeriza de un numeroso grupo de aprendices de escritura. A partir de hechos y de supuestos, de circunstancias y de intuiciones, mi sensación era la de estar enfrentando la realidad. Había perdido la conciencia y la estaba recuperando, o había hibernado y estaba despertando, o había vivido otra vida y estaba empezando a vivir una vida nueva. La necesidad de responder a mi medio y a mi tiempo sólo que, a mi modo, y formar parte de ellos, sólo que también a mi manera, para mí parecía materializarse en un extraño por diferente anhelo de que este taller particular, al definir como grupo social específico a esa comunidad determinada de participantes que lo formaban, me definiera a mí. Igual que la payasa de apellido Dream, me había soñado viendo, escuchando y sintiendo la reacción de los asistentes al taller a la arriesgada aventura que ahora emprendía como su conductora. Oportunamente, al echar a andar mi función de maestra de creación literaria, en la fecha y los alrededores oportunos estaba dando mi Grito de Dolores particular, pues estaba independizándome del papel de alumna que en ese renglón había representado toda mi vida hasta ese momento, con los dolores y los sinsabores propios del caso. En un arranque de entusiasmo incluso me llegué a ver mudándome a León para seguir de cerca la evolución de mis talleristas.
*
El término castellano taller se deriva del francés atelier y éste del latín astellarium o astillero, que literalmente es el establecimiento donde se construyen o reparan embarcaciones. Por extensión, un taller es el sitio en el que se trabaja en cualquier actividad manual o en el que se hacen diversos tipos de reparaciones o se realizan determinadas fases de la elaboración de un producto. O es una escuela práctica organizada por un organismo o institución en que los estudiantes o talleristas aprenden alguna actividad. O es el propio grupo de participantes que trabajan juntos sobre algún tema en un seminario. O es el conjunto de colaboradores del artista o del maestro que los conduce.
Si no todo el que ha hecho algo lo ha aprendido a partir de otro o con otro, todo el que quiera aprender a hacer algo puede aprender de otro o de otros o con otro o con otros.
*
Desde el fondo del salón un joven contó que en una entrevista había leído que Juan Rulfo declaraba que los primeros borradores de los cuentos del Llano en llamas los había anotado en boletos del metro. ¿Qué metro?, le pregunté. Cuando Rulfo escribió sus libros no había metro en México y él no había salido de su país como para haberse referido al metro de ciudades que para entonces ya contaran con él. Además, ¿cómo iba a apuntar una frase en un boleto sin espacio suficiente en el que escribir ni siquiera una letra y que ha de depositarse en la entrada antes de poder abordar el vagón del transporte público subterráneo?, comentó el único integrante del taller de creación narrativa de camisa blanca y corbata, ésta a rayas diagonales azules y rojas. En todo caso, la declaración de Rulfo que el joven leyó demostró lo que es la ficción y hasta la fantasía.
Pero me fue imposible lograr transmitir al desbordado grupo de participantes alrededor de las mesas dispuestas por la Biblioteca para la ocasión por qué, si la narrativa pretende transmitir alguna verdad, no deberá basarse en la verdad sino en la verosimilitud, pues no he encontrado una muestra contundente que ilustre el concepto registrado por primera vez en la Poética de Aristóteles, y que todo maestro de literatura y todo escritor conoce y procura o debería explicar a sus alumnos o sus lectores cuando no a sí mismo.
Para ejemplificar por qué se cae un personaje, una frase o una trama si son planos, y en qué consisten los relieves que sostendrían lo plano para impedir que se cayera, aunque a sabiendas sin éxito, pero bien a la vista del grupo, y no tanto por explicarlo como por demostrarlo, intenté parar verticalmente sobre la mesa una hoja de papel y acto seguido y a sabiendas de que ahora sí lo haría exitosamente paré un libro de pasta dura, aunque me parece que más efectivo que mi pobre remedo de enseñanza Zen fue el relato que para la tercera sesión de teoría y práctica del arte narrativo proporcionó Sandra, una joven gorda consecuentemente alegre que se había presentado como internista en jefe del servicio de urgencias del hospital general de León y cuyo relato la había protagonizado a ella misma recibiendo al mayor del grupo de talleristas con un infarto del corazón y a la vez oyendo los comentarios de la esposa del paciente en el sentido de que ella había visto venir el desenlace desde que su esposo, jubilado de la Universidad de Guanajuato como profesor de historia, se había inscrito en el taller de escritura para convertirse en el cronista de la ciudad, cosa que era de nacimiento y que hacía encantadoramente y que no necesitaba aprender a ser en ningún taller, y menos cuando en lugar de todo esto podía dedicar su encanto a entretenerla a ella o a los nietos de los dos y de este modo dar una salida positiva a su inquietud y a su mal genio de profesor retirado en vez de hacerlo mediante un infarto del corazón.
Hice ver a los oyentes que lo que parecía un relato ocurrente pero plano, en cambio podía sostenerse como narración si el lector advertía, al saber interpretar a partir de señales como el atrevimiento de la autora de retratar como infartado a su compañero de taller, así como de la risa más bien nerviosa que verse en esa situación le produjo al aludido, las dimensiones que alcanzaría y lo sostendrían si entre líneas leyéramos como posible intención de la autora la de vengarse del modelo real del que el personaje de su ficción había partido. Para suponer de qué podía querer vengarse Sandra, bastaba imaginar que el objeto de su imaginación en la realidad le hubiera hecho a ella un pase, por ejemplo, motivación factible de deducir al saber interpretar el atrevimiento de la alumna de retratar como infartado a su compañero de taller o a la inquietud que éste manifestó al oírse retratado en público de esa manera. O la venganza también podía deberse a que ella hubiera sido la que le hizo el pase a él, pase que él, en su calidad de decano cronista oficioso de León, había desatendido o ignorado. El volumen o la profundidad que una intención como éstas u otras sea capaz de dar a un relato sería la estructura o el soporte que lo sostendría sin caerse. Hay que aprender tanto a leer como a vivir para aspirar a aprender a escribir.
A manera de experimento para mí misma, no había empezado por pedir a mis alumnos de creación narrativa, como en cambio sí había empezado por hacer en experiencias anteriores de docente de lengua inglesa, orientación vocacional y práctica de diario y de traducción, que antes que cualquier otra cosa se identificaran a sí mismos y aparte de sus señas de identidad convencionales declararan cuál era su ocupación y cuáles sus expectativas particulares para asistir al taller, sino que les había propuesto el ejercicio inverso como primera práctica. Consistía en que retrataran a cualquiera de los integrantes del grupo siempre y cuando no lo conocieran de antemano, caso en el que se encontraba la mayoría, que se veían ahí por primera vez. Más adelante en el transcurso de las cuatro sesiones que constituirían nuestro taller, al ser apenas relámpago y por lo tanto contra su cualidad inherente de convertirse en la verdadera segunda naturaleza de la vida del escritor, se describirían a sí mismos y por último, la cuarta tarde, urdirían o tramarían un suceso que relacionara a los dos retratados y de este modo hiciera que el resultado del texto fuera un relato o una narración, y no únicamente el registro de las señas particulares de uno y otro de los asistentes. El texto de Sandra era una narración; no la historia clínica que podría haber sido si la autora, médica de profesión, en lugar de imaginar una relación o de crearla se hubiera limitado a describirla, por más ocurrente que esta descripción pudiera haber sido.
Di por supuesto que los aprendices se presentarían a un taller de creación narrativa con papel y lápiz como mínimas extensiones de la vida de todo escritor. Para fundamentar mi suposición recurrí a la anécdota de Joyce que lo capta permanentemente registrando en una pequeña libreta cuanto le llama la atención, actividad que desempeña no sólo en su vida privada sino en medio de una reunión social y aun si lo que anota es una frase que hubiera dicho alguno de los asistentes a la reunión y que, al anotarla, Joyce la convirtiera impunemente de su propiedad, lo discurriera igualmente así o no la víctima despojada de su frase. Lo que en el acto un escritor no anota en su cuaderno desaparece y no vuelve, por lo que es aconsejable que el escritor cuente con el material en el que registrar lo que se le ocurra en cualquier momento y circunstancia. Por no abrumar a los inscritos no aludí al poema de Coleridge, aparentemente inacabado por la interrupción que el poeta cuenta que sufrió mientras lo componía, pero podía haberlo citado sin abrumar a nadie. O por lo menos no a Carlos, El Bibliotecario que, libro que fui o que fuimos mencionado los alumnos y yo, libro con el que de los pasillos de estantes reaperecía con la frase, “Lo tenemos en la Biblioteca”, y por lo pronto él como blasón en las manos.
A juzgar igualmente por la declaración de principios con la que ante los demás se había identificado la menor de los apuntados a las sesiones, una quinceañera que se refirió a una joven integrante del taller como su mamá biológica y a otra como su mamá adoptiva, el tema del encuentro y el nivel cultural de los inscritos había quedado gratamente establecido y demostraba que sabían lo que estaban haciendo, pues se presentó en calidad de lectora que entró al mundo de la literatura nada menos que a través de Alicia en el país de las maravillas. “Mamá le regaló el libro a mi hermano, que es mayor que yo, pero él no terminó de leerlo. En cambio, yo leo cuatro o cinco libros a la semana. ¡Desde cuándo me urgía inscribirme en un taller de creación literaria! Toda la vida he querido ser escritora y toda la vida había querido empezar a escribir.” No era el único miembro del grupo que demostraba tener vocación de escritor; ya otro había revelado a lo que se llega cuando esta vocación es lo suficientemente poderosa en el afectado. Un muchacho contó que se las arregló para transferir su empleo de joven ejecutivo en un banco a su esposa con tal de entonces poder él quedarse en casa a escribir, decisión que tomó sin ni siquiera preguntarse si tenía el talento necesario y de hecho arriesgándose a empezar a hacerlo antes de incluso inscribirse en ningún taller de creación narrativa, lo que contribuía a que su acción fuera encomiablemente meritoria. Otra asistente decidida era La Contadora, que cambió la contabilidad de números por la contabilidad de sucesos, según contó en su narración.
Un aprendiz que no había captado la diferencia entre la prosa y la poesía, ni advertido que nuestro taller era de prosa, leyó un poema y con orgullo declaró que lo había escrito de un tirón y desafió a los reunidos a comentarle qué nos había parecido su narración. El recuerdo de Homero y la poesía narrativa me impedía comentarle que la narrativa es exclusiva de la prosa, pero sí insistí en que en todo caso en un taller de creación narrativa el aprendiz debía circunscribirse a abordar la prosa, esto sin mencionar siquiera la prosa poética ni aun menos la atmósfera poética que idealmente debe impregnar la prosa que aspire a buena.
Sin embargo, aproveché las obvias asociaciones de ideas a las que me llevó la intervención de la poeta involuntaria, para dar su lugar a la poesía como la primera forma de expresión de la lengua para atender la necesidad inherente del hombre de comunicar a los demás tanto su propia historia o quehacer como los de su entorno. Quiso saber por qué; y me referí a la poesía como más mnemotécnica que la prosa para facilitar el recuerdo de hechos y sucesos y su transmisión. Entonces quiso saber qué significaba mnemotecnia o mnemotécnica. Tras contestarle que era un sistema de mañas encaminadas a aumentar el alcance de la memoria, aproveché la oportunidad para añadir a la lista de instrumentos del escritor o herramientas indispensables los diccionarios, enciclopedias, gramáticas y todo libro o medio de referencia. Me apoyé en una de muchas citas posibles de Borges, Jorge Luis: “Para un hombre ocioso y curioso (yo aspiro a ambos epítetos), el diccionario y la enciclopedia son el más deleitable de los géneros literarios.” Ya había aparecido en el coloquio la mediación de la música como extensión natural de la poesía o su propio acompañamiento subcutáneo, así como el indispensable surgimiento de los trovadores, juglares y actores y por supuesto del teatro o la creación dramática, antecedentes del registro de la historia y en su momento de la literatura, poética, dramática, narrativa o ensayística.
Aproveché estas menciones para hacer ver a los aprendices de escritor a mi alrededor cómo, aun cuando el ensayo literario, o sea, el ensayo no erudito ni académico, el comentario personal, también puede ser narrativo, en cambio la ficción es exclusiva del género narrativo. La diferenciación básica entre la ficción y el ensayo estaría en el uso de la primera persona del singular como voz expositiva. Si en una narración en primera persona del singular la voz del narrador no necesariamente corresponde a la del autor, por definición en un ensayo ese yo es el mismo, o el autor es el mismo que el narrador, y caracteriza per se el género ensayo.
La coincidencia en que concurrieron varios de los asistentes en la primera práctica del taller al intentar describir a quien fuera que para ese propósito hubieran elegido del grupo como “el de camisa azul”, dio pie a la observación del error que es pretender caracterizar a un miembro de un grupo determinado como “el de camisa azul” cuando, por ejemplo, aquella tarde y sólo en nuestro grupo específico había presentes por lo menos cuatro asistentes con camisa azul. Quien entendió mejor lo que puede ser una buena caracterización fue la participante del taller que se presentó como uno entre no sé cuántos miles de seres humanos que tienen la falange o punta del pulgar mucho más ancha y gruesa que las del resto de los dedos.
Pero si en el contexto de cualquier taller de creación narrativa resultaría impactante que uno de sus miembros se autodefiniera como alguien que no tenía nada que decir, ciertamente lo fue mayormente y en particular en el nuestro cuando, quien lo declaró, tuvo que repetir su declaración hasta dos veces pues hablaba con un volumen tan bajo de voz que no se oía lo que decía, que, por cierto, no sólo no era nada, sino que era mucho. Ella era una chica menuda y de boina que sin sonrisas y entre pausas, con un tono tortuoso y vacilante, con una pronunciación levemente conosureña del castellano sin necesidad añadió que su problema era su voz, que no se oía, con lo que involuntariamente aludió al sentido metafórico del asunto que hace que, mientras que lo que escribe un escritor bueno o malo se oiga, lo que escribe otro, bueno o malo, no se oiga, misterio que define la vida de unos como la de ganadores y la de otros como la de perdedores, lo que por fuerza aumenta el drama de la vida de la mayoría de los escritores buenos y malos que de por sí ya es suficientemente dramática.
También de parte de la sala surgió una representación mejor que la mía de lo que significa situar en narrativa, cuando uno de los jóvenes propuso la imagen de la descripción de una mesa flotando en la atmósfera de una habitación contra la de una mesa situada, es decir, parada en sus patas sobre el piso. Claro que, si el aprendiz quiere internarse en la literatura fantástica, surrealista o de ciencia ficción, puede situar sólidamente una mesa flotante, sólo que entonces tendrá que conocer de antemano las reglas y las técnicas de la narrativa del género correspondiente que, comoquiera que sea, no atañían a lo básico de nuestro taller en curso.
No quería ni siquiera rozar el tema de la mezcla de géneros, pero me fue inevitable referirme al establecimiento del género que combina el ensayo factual con el arte narrativo literario, que Truman Capote acuñó ejemplarmente en el término faction, o fact y fiction, y en particular en su novela ¿o qué es? ¿Reportaje? A sangre fría. Es que no es nada superficial insistir en que, al narrar, si no es fundamental la realidad de un suceso o personaje determinado, sí lo es la precisión de su expresión escrita. Sin convocarla, recordé a la poeta surcoreana Kim Seung-hee, a quien conocí precisamente cuando años atrás coincidimos en un programa internacional para escritores en la Universidad de Iowa en los Estados Unidos, y lo más sucintamente posible expuse ante los alumnos lo que su recuerdo me sugirió. Si quisiera describir la ciudad de León en la que nos encontramos, me ayudaría tener en mente a Kim Seung-hee para hacerlo con viveza. Es decir, mentalmente dirigiéndome a ella de manera que ella, que nunca ha estado en León, ni en México, se representara esa ciudad y el espíritu de este país con toda la exactitud que yo quisiera o fuera capaz de imprimir a mi descripción escrita, es decir, de una forma tan efectiva como la que yo esperaría percibir en la descripción escrita de, digamos, Kwang-ju, la ciudad natal de Kim Seung-hee, que no conozco para nada. Se sobreentiende que, de semejante descripción, en manos de la poeta, además de exactitud yo esperaría percibir belleza y gracia literariamente hablando, así como las impresiones afectivas personales que la autora quisiera o fuera capaz de imprimir a su descripción e incluso críticas, por más leves que éstas fueran. Una alumna vestida en tonos color café, y con actitudes evidentes de persona bien educada, levantó la mano y esperó a que yo le diera la palabra para comunicar, de pie, su inquietud. Quería saber si la forma escrita en la que Kim Seung-hee, como poeta, describiera la ciudad de Kwang-ju adoptaría un lenguaje poético. No exclamé “¡Cuidado!” por no confundir ni mucho menos alarmar a nadie; opté por transcribir a lo largo del pizarrón a mis espaldas el conocido diálogo que Antonio Machado publicó en Madrid en 1936 en su Juan de Mairena y en el que, en la clase de retórica y poética, el profesor se dirige a un alumno en los siguientes términos:
–Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.”
El alumno escribe lo que se le dicta.
–Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.
El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle.”
–No está mal –comenta Mairena.
Con la esperanza de que los estudiantes advirtieran de qué manera la cita hablaba por sí misma y de cómo, a través de ella, sin necesidad de una explicación mayor la joven formal y sus compañeros captaran tanto el humor, o específicamente la ironía, del autor español, como la diferenciación entre los contrastantes sentidos que es posible dar al término lenguaje poético, pedí a mis alumnos que reflexionaran.
Luego, también del grupo surgió el tema de la diferencia entre el cuento y la novela, que Jesús, alias El Redentor, compartió con el grupo y quien, además de uno de los setentones y por lo tanto mayores de los integrantes del taller, era el de aspecto más distinguido y que resultó ser viejo profesor de literatura y el director general actual de las Bibliotecas Públicas Municipales de León. Citó más que acertada y oportunamente la célebre comparación entre los dos géneros narrativos por excelencia que Julio Cortázar puso en circulación y que dice que, mientras que “el cuento gana por knock-out, la novela gana por decisión”, tan ilustrativa y exacta que aún el menos conocedor del pugilismo y sus técnicas y términos puede entenderla y valerse de ella para orientarse y saber qué es qué cuando lee o cuando empieza a escribir. El cuento, igual que la vida, es breve; y la novela, como el arte, es larga, diría, parafraseando a no recuerdo cuál poeta latino. El cuento debe poder leerse en una sola sentada o de un solo tirón.
Narrar significa relatar o contar algún suceso, y una guía para establecer lo que es un suceso consiste por ejemplo en procurar que la narración conteste el cuestionamiento implícito en los pronombres interrogativos quién, cuál, qué, cuánto, cómo, dónde, por qué, para qué. En la segunda práctica, quien al autodefinirse se valió más despejadamente de estas direcciones fue un joven ingeniero agrimensor moreno que, según nos indicó emocionado, después de que unos meses atrás había quedado viudo y al cuidado de sus dos hijos pequeños, de ocho y seis años de edad, decidió inscribirse por las tardes en el taller de escritura para abrirse paso y escribir la biografía de su esposa y de esta manera procurar que la memoria de su estancia en el mundo no desapareciera con ella. Bueno, otra autodefinición conmovedora y bien definida fue la de una integrante del taller que, después de poner sobre la mesa el tema de la falta de identidad, que la había perseguido los cuarenta y tantos años que llevaba de haber nacido y de vivir en México, pues por su aspecto no era reconocida como mexicana y en cambio quizá sí rechazada como extranjera o, en todo caso, como diferente, declaró entre sollozos que desde que su hija se había casado y llevaba su propia vida, ella había decidido escribir algo más que su diario para dejar huella de su existencia.
Para limitarme a entresacar de las exposiciones de estos dos talleristas el material que mejor contribuyera a seguir definiendo el significado del nombre de nuestro curso, me referí a los géneros prosísticos de la biografía y del diario a los que ambos habían aludido, con mayor o menor conciencia del mundo que abrían al hacerlo, y los situé en el de ensayo y destaqué el aporte, por no hablar del placer, con el que pueden contribuir al conocimiento y a la literatura. Pero su mención me permitió recomendar al grupo la lectura de biografías de escritores y de entrevistas, pues, en su calidad potencial de carrera universitaria, estos géneros abren paso a múltiples caminos posibles y, entre otra información, muestran al lector la variedad de motivaciones y de formas de vida y de trabajo que siguen y han seguido siempre los escritores, diversidad que posibilita o apoya al lector a definirse y desarrollarse comoquiera que sea, pero en buena compañía.
Hice énfasis en la práctica del diario personal e incluso deslicé la de llevar diferentes diarios o abrirle a uno distintas secciones, por ejemplo, una específica para cuestiones de trabajo, otra íntima, otra de lecturas, otra de registro de la vida cotidiana y de la vida social del diarista. Un chico infirió que yo era diarista y quiso saber si en mi diario ya me había referido al taller de León y a sus participantes. La curiosidad del aprendiz me dio oportunidad de hacer ver al grupo cómo, si el escritor ha de leer, escribir, llevar diario y encima ganarse la vida, no le quedará tiempo para vivir a menos que se organice y ordene y renuncie a cuanto se lo impida y finalmente haga lo que pueda, pero a sabiendas de que al encerrarse o, lo que es lo mismo, convertirse en escritor, se convertirá en consecuencia en un ser solitario y monstruoso.
Una señora desenvuelta y pelirroja que se identificó como periodista de sociales del diario más conocido de León exclamó, “Pero a mí me da miedo eso de tanta soledad.” Por todo comentario recordé en voz alta la solución que Katherine Mansfield dio al problema, y que consiste en colgar la oreja en la parte exterior de la puerta de tu estudio antes de echar llave al cerrojo y encerrarte adentro a trabajar. “¿Pero no es la soledad lo que convierte al escritor en monstruo?” La soledad le permite poblarse de multitudes. (¿Será esto lo que implicó Whitman?) Un escritor es como un actor. El mejor actor es el que puede representar con realismo y efectividad múltiples papeles y cualesquiera. Se deja habitar por multitudes. Calza los zapatos de multitudes. Para no tropezar y caer, se hará a la talla del zapato que sea que ocupe de la multitud. El mejor escritor se posesiona del papel de multitudes. Por eso no tiene género ni edad ni raza ni credos ni sentimientos ajenos a los del papel que represente de la multitud que lo pueble. Si su relato protagoniza a un asesino, él debe personificar al asesino para poder transmitir vívidamente al lector lo que el asesino experimenta al cometer el asesinato.
Pero la oreja de Katherine Mansfield representa apenas la quinta o sexta parte de los sentidos que un escritor tiene que aguzar para conocer su materia y su material en todas sus dimensiones. Aldous Huxley pone el ejemplo del pellizco. Si el concepto de pellizco es universal, la experiencia de un pellizco es individual y esto es lo que determina la diferencia. Así como la narración cuenta un suceso que se define al contestar los pronombres interrogativos quién, cuál, qué, cuánto, cómo, dónde, por qué, para qué, el narrador debe definir el suceso que cuenta al responder a, o al experimentar los estímulos captados por sus cinco o seis sentidos. No aguza ni educa únicamente el oído o el taco o la vista, sino cuanto sea capaz de captar mediante su percepción. Además de la intuición, de las sensaciones y las emociones, el sexto sentido incluye la gama completa de las facultades mentales, la memoria, el conocimiento, la inteligencia, el humor, la imaginación. Así como la intención del actor cómico es la de mover a risa al espectador, el autor debe saber qué emoción o qué estado mental quiere despertar en el lector a través de su relato para ser efectivo. Por ejemplo, el suspenso, el miedo, la confusión, la reflexión, el asombro, la incertidumbre, la duda.
A los talleristas les fue más fácil describir el exterior e imaginar el interior de otro que de sí mismos, y también les fue más fácil caracterizar el exterior de otro que el interior de ellos mismos. Una aprendiz en sus cuarentas, maestra de escuela infantil y enyesada del tobillo a la ingle de la pierna derecha, se atribuyó la virtud de la prudencia. Le pregunté el origen del yeso y las muletas. “Quería enseñar a los niños a patinar, pero me caí.” ¿Y se considera una persona prudente? Con el Conócete a ti mismo, el Yo sólo sé que no sé nada, el Conocerte y conocerme y el Estate atento a ti mismo de los griegos y los latinos sabios, de los Padres de la Iglesia y de los filósofos, arranca la historia del pensamiento y debería arrancar la práctica de la introspección y de la literatura en general, así como de la autobiografía en particular. En este punto y con algunas frases que entresaqué de la lectura oral que los aprendices hicieron de su tercera y última práctica, procuré demostrar que sólo al aplicar una enseñanza el aprendiz demostrará si la aprendió o no. “Yo te enseñé a chiflar”, reclamó el maestro; “Sí; pero yo aprendí”, se reafirmó el discípulo, con lo cual, además, superó al maestro.
Otro de los mayores del grupo, apodable El Cordero, describió a una joven moderna con el pantalón de mezclilla desagarrado como a una gatita, graciosa pero molesta, que no me dejaba en paz a mí, pues no había asunto que yo empezara a abordar que ella no interrumpiera con un comentario o con una pregunta. Y gracias a esta intervención deslicé ante el grupo de qué manera la crítica puede abrirse paso en la literatura para señalar, mejor si con una sonrisa, los defectos del hombre o sus acciones. Con sus interrupciones, Liz, La Gatita, fue la primera de los asistentes en hacerse notar y la más seleccionada entre todos a ser descrita en la primera práctica del taller de creación narrativa.
El muchacho peor sentado que, en lugar de rellenar con la cintura el ángulo de la silla en que se juntan el respaldo y la base, apoyaba el cuello sobre el borde del respaldo y dejaba la espalda en diagonal, resultó ser maestro de griego clásico en la universidad. Tituló su redacción final en esta lengua, con lo que demostró, y sin presunción, que su dominio del griego era envidiable y auténtico. Entre las herramientas del oficio del escritor mencioné el conocimiento de por lo menos una lengua extranjera, clásica o no tanto, así como la práctica de la traducción a manera de otro de los medios para ampliar y precisar el dominio de la lengua propia. Hablé también de la práctica del periodismo, que orienta al escritor, igual que al bailarín que sale a escena, a saber con qué espacio cuenta, con qué tiempo y a quién se dirige, guías que le crean la disciplina y sobre todo la precisión tanto del lenguaje como de la expresión, para decir lo esencial y para poder comunicarlo y despertar el interés de una gama amplia de lectores, observación a la cual varios periodistas asistentes al taller, como Miguel o Eduardo, asintieron con un gesto de la cabeza.
De las lecturas finales de los alumnos había entresacado ejemplos que demostraban descuidos contra los que cuanto antes debe estar prevenido todo aprendiz de escritor. El narrador de una composición que personificaba la rebelión por la rebelión misma era una joven que se había robado el coche de papá, pero a la que la realidad la había zarandeado pronto, pues no había avanzado por la calle ni una cuadra cuando el coche de placas 896SJX que la seguía se le incrustó en la defensa y de este modo silenció el grito de independencia implícito en el acto de la rebelde de conducir un coche sin autorización. Lo que parecería un relato preciso y efectivo, sin embargo, se resquebrajaba debido a una falla de lógica por parte de la autora. Si el coche que la seguía se le incrustó al suyo en la defensa, ¿en qué momento le pudo ella ver el número de las placas? Otro de los textos protagonizaba a un joven que el narrador caracterizó con ojos color frambuesa. ¿El personaje del iris rojo era conejo o marihuano? ¿O sería que Johnattan, el autor del relato en cuestión, lo retrató con flash? ¿Y el flashazo rebotó en los brillantes incrustados sobre las aletas de la nariz de El Poeta, otro de los concurrentes al taller? Con razón todavía otro de ellos, para protegerse de tanta luz, no se quitó los lentes oscuros a lo largo de las cuatro tardes que duró el taller y por lo tanto no se enteró cuando, para describir lo asustado que estaba un personaje, dijo que al hablar tartamudeaba y que se le paralizaban los dientes, de lo ilógica que era su lógica y lo equivocado que resultaba expresarla. ¿De qué manera se puede paralizar un diente, no digamos todos? ¿O al que se le paralizaron los dientes fue al personaje de El Roquero, alto, flaco y de pelo largo?
Por supuesto que también hablamos de lenguaje, de lenguajes, de niveles de lengua, algo de lo cual recogió El Cervecero y Ex Seminarista al citar literalmente a un cantinero conocido suyo, “No es que no aiga más cerveza, joven, es que para servirles otras a usted y sus amigos, primero demen las botellas vacías como ya les dije desdenantes”, o de lo que El Griego asimismo aportó un ejemplo al hacer convivir en su redacción la cita griega en el título con interjecciones como “¡Carajo!” o “¡Cabrón!”.
Pero empezar a escribir implica escribir con descuidos, pues en el principio es el caos y la ignorancia es un buen principio. De hecho, si he de concentrar en una sola enseñanza el taller de creación narrativa en el que yo me formé, en los primeros años de la década de 1970, citaría la declaración de Augusto Monterroso que, al afirmar: “Yo no escribo; corrijo”, alertó a sus discípulos incluso futuros contra lo pronto y lo inmediato implícitos en la escritura espontánea o inspirada o no elaborada, equivocadamente considerada la mejor, y a favor de la paciencia y la perseverancia implícitas en la lectura constante de los maestros, la consulta de los libros técnicos, la práctica de la reflexión y la elaboración de la experiencia y hasta de los sueños y de toda y de cualquier otra práctica del método del ensayo y el error que satisfaga la curiosidad y de la que pueda echar mano el aprendiz que permanentemente tienda a convertirse en buen escritor.
Bárbara Jacobs nació en 1947 en la Ciudad de México, dentro de una familia de inmigrantes libaneses, los abuelos paternos judíos y los maternos cristianos. Fue profesora e investigadora de traducción en El Colegio de México, y de lengua inglesa en la Universidad Iberoamericana. Ha publicado: Doce cuentos en contra (cuentos, 1982); Escrito en el tiempo (ensayos, 1985), Las hojas muertas (novela, 1987, Premio “Xavier Villaurrutia”), Las siete fugas de Saab, alias El Rizos (novela, 1992), Vida con mi amigo (novela, 1994), Juego limpio (ensayos, 1997), Adiós humanidad (novela, 2000), Atormentados (ensayos, 2002), Florencia y Ruiseñor (novela, 2006), Vidas en vilo (cuentos, 2007), Nin reír (ensayo narrativo, 2009), Lunas (novela, 2010), Leer, escribir (ensayos, 2011), Un amor de Simone (ensayo, 2012), Antología del caos al orden (ensayo, 2013); La dueña del Hotel Poe (novela, 2014), Hacia el valle del sueño (ensayo, 2014), La buena compañía (testamento literario, 2017), La época horizontal de Bárbara (testimonio, 2018), Rumbo al exilio final (autobiografía intelectual, 2019). Con Augusto Monterroso, Antología del cuento triste (1992). Desde diciembre de 1993 colabora quincenalmente con un artículo en las páginas de cultura del diario mexicano La Jornada. Ha sido reconocida por la comunidad libanesa en México con el Premio “Biblos” al Mérito 2013; en 2019, recibió en México la Medalla de Bellas Artes en el área de Literatura.
Foto por: Juan Barbosa