La respuesta

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La puerta de cristal se abrió de golpe y amenazó con estallar en añicos. Una mujer joven bañada en lágrimas penetró en el vestíbulo del hotel y se dirigió hacia una pintura impresionista. Al llegar a su alcance, dobló a la izquierda e irrumpió en el restaurante donde una dama solitaria tomaba su aperitivo. Aún, no habían abierto para la cena. La mujer que acaso rebasó los cuarenta se mecía en la soledad, la punta de uno de sus zapatos se movía al compás de alguna cancioncilla grabada en su memoria. En el bar, el mesero estaba sumido en alguna labor de limpieza, pero sus sentidos permanecieron atentos a cualquier señal de la mujer.

Enjugando las lágrimas que embarraron su bonita cara, la joven se paró frente a la mesa ocupada por la dama. Dejó caer sus brazos y pidió atención conjugando el grito con llanto:

–¡Madre!

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La señora tomó su tiempo para levantar la mirada y observó la cara encendida de la joven.

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–¿Qué te pasa hija? No me digas que te peleaste de nuevo con tu fiancé, ese bueno para nada, salvo para ti y tu padre.

–No, madre. Eres tú.

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–¿Qué dices? –Los ojos de la señora se entrecerraron y las arrugas cruzaron sus sienes morenas. La joven pasó saliva, entreabrió la boca y su lengua se trabó en el intento de pronunciar varias palabras a la vez.

–¿Quieres decirme despacio lo que pretendes averiguar o necesito llamar al cerrajero para que abra tu boca? Lo vi hace un rato, unos turistas europeos olvidaron dejar la llave de su habitación en la recepción.

–Unas amigas… –una sacudida de las entrañas inhibió de nuevo el habla de la muchacha.

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–Ah, sí, tus amigas. Dime Jalila. ¿Qué pasó con tus buenas amigas?

–Madre, hablan de ti. Dicen… no puedo decirte.

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–Vaya, vaya, traje al mundo a esta mujer, pero no le enseñé a hablar. Tu padre tiene razón.

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Qué mala madre soy yo. ¿Qué te dijeron, mijita? Díselo a tu madre.

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–No puedo. Son unas mentirosas, envidiosas…

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La señora tomó un sorbo con delicadeza y colocó de nuevo la copa en el centro del portavaso. Antes de que las yemas de sus dedos soltaran el cristal, dio un ligero giro con la copa como si quisiera atornillarla al portavasos.

–A mí me toca decirte si son mentiras o verdades. Y tú, solo necesitas compartir conmigo sus historias.

Mientras Jalila raspaba el cutis del envés de su mano como si estuviera desenterrando las palabras de sus amigas, la señora lanzó una mirada hacia el mesero y movió los labios sin producir un sonido. Este salió despedido del bar para pedir entre jadeos que se apreste el coche de la Señora.

–No te lo puedes imaginar madre. Yo no puedo…

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–Sí puedes, mijita. Tú puedes porque yo pude y tú llevas mi sangre. Siéntate aquí y toma una copa. Sí, sé que no tomas en público, pero ya eres grande y no veo a nadie que no sea de confianza.

Ahorita viene el mesero para tomar tu pedido.

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Cuando Jalila dio un paso hacia la mesa, el mesero, surgido de la nada, estaba estirando la silla con la cabeza agachada para acomodar a la joven.

Entonces, ¿qué tomas Jalila? Sé que tomas en tus fiestas y con tus buenas amigas. Según los rumores, no fumas, qué bien, sino te ofrecería un cigarrillo. Ahora, puedes brindar con tu madre.

Tienes que aprovechar la ocasión, ya sabes que no te voy a durar mucho.

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–Una copa de vino tinto, por favor –musitó Jalila.

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–Que sea la Rioja, roja como la sangre mora –añadió la señora–. ¿Sabes que me sirvieron una copa de la Rioja la primera vez que tu padre me invitó a salir?

–Madre, yo no las puedo soportar más, a esas hipócritas rastreras.

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–Sí, puedes Jalila. Y mucho más que eso. Mira, yo voy a pasar al baño, aquí viene tu vino, ahorita vamos a platicar como madre e hija. –La señora inhaló una bocanada de humo de su cigarrillo café oscuro y se levantó al tiempo que el mesero deslizaba su silla hacia atrás.

Jalila se atragantó con el primer sorbo, limpió los labios con una servilleta. Respiró hondo.

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Quiso inclinarse contra el respaldo, pero un dolor de estómago la detuvo y se quedó observando por el ventanal el movimiento de los viandantes.

La señora regresó, se sentó, tomó un sorbo apenas tocando el borde del vaso y miró a su hija.

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–¿Estás lista para preguntarme si tus amigas son mentirosas o no? Si te tardas mucho, nunca lo sabrás –y sonrió.

Los ojos de la hija permanecieron fijos en el ventanal. Levantó su copa y la llevó a los labios sin voltearse hacia la madre. La señora cogió el cigarrillo con dos dedos, inhaló profundamente y dejó caer el pitillo con gracia en el cenicero.

–Muy bien. Ven acá. El coche nos espera en la entrada –comentó la señora.

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Sin mirarse, las damas se acomodaron en los asientos traseros. La señora dio la dirección con tal rapidez que las indicaciones se fusionaron en una palabra. Sobresaltado por la ubicación, el chofer se volteó hacia atrás y al toparse con los ojos negros de su jefa, se enderezó en el asiento y, mientras liberaba el freno de mano, rechinaron las llantas.

–Así me gusta que se hagan los cosas –dijo entre los dientes la señora–. Aquí Jalila, las cosas se hacen rápidamente o no se hacen. Ya lo sabías, ¿no? –La hija no respondió, miraba sus manos que descansaban en su regazo.

El coche subió una colina, siguió una hilera de árboles y, tras un buen trecho, empezó a bajar girando a la derecha. Con la cabeza agachada, Jalila empezó a fijarse en las casas que bordeaban la calle.

–¿A dónde vamos? –La pregunta de la muchacha quedó sin respuesta.

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Jalila pensó que había advertido el asomo de una sonrisa, pero no fue más que una sombra que cruzó la cara de su madre.

–Por allí –indicó la señora al chofer.

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–Como usted ordene, Señora.

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La señora se zafó del asiento con un giro a la derecha que la ubicó al lado del coche. Al fallar en su intento de atender a la dama, el chofer se precipitó hacia la puertezuela de Jalila. La abrió con tal violencia que casi rompió los goznes.

Sujetando la puerta abierta, el chofer se quedó observando a la joven que miraba su pantalón negro con motas blancas. Cuajados en la inmovilidad, parecían desafiar sin querer la paciencia de la señora. De improviso, un empellón desplazó al chofer y la nariz de la señora se ubicó a dos dedos de la sien de su hija. Esta pudo sentir el aliento cálido de su madre.

–Se lo puedes hacer a tu padre, día y noche, hasta que se muera, pero a mí, no. Te sales, o te arrastro de las greñas.

–Madre, no quiero salir aquí, en este vecindario.

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La señora tragó saliva, dobló tantito más las rodillas, su peso se distribuyó en las dos piernas y sus tacones se afirmaron en el charco de la calle.

–Jalila, mijita querida, escúchame bien. Te sales o te arrastro.

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–Jalila movió la rodilla izquierda hacia su madre y esta le concedió el espacio necesario para la salida.

De volada, la señora bajó por una calle estrecha y empinada, se paró en la esquina y esperó que su hija la alcanzara. Cuando terminó de bajar a tropiezos hasta su madre, esta la detuvo y la jaló callejón adentro.

A mediados de la cuadra, la madre se reparó ante una puerta cuya parte inferior estaba forrada de lámina. Resonaron sus nudillos en la madera seca.

–Fátima. ¿Se puede pasar? –preguntó la señora acercando la oreja al intersticio de la puerta.

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–Señora, no la esperaba… el día de hoy –se escuchó una voz afónica–. La llave…

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–La tengo, Fátima. Descansa.

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Tras dos golpes de la chapa, la puerta giró sola y la señora se adentró en la oscuridad.

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–No la esperaba hoy, señora. No es viernes, ¿verdad? –Las palabras de Fátima se mezclaron con el ruido de la colcha removida.

–No te levantes, descansa. Pasábamos por aquí y quise que mi hija te conociera.

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–Oh, su hija está aquí. Permítame que le bese la mano.

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–No te levantes Fátima. Ella se acercará a ti.

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–Jalila, ven mijita. Te presento a Fátima. Cuando yo era niña, me cuidaba y, cuando era más joven que tú, me curaba.

–No veo nada madre. No puedo caminar por allá.

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–A veces, una no puede ver por dónde camina y, en ocasiones, es mejor no verlo. Pero acércate. Escucha la voz de Fátima, te guiará como me guio a mí cuando era niña. –Se escuchaba el murmullo de la mujer acostada y sus disculpas sonaban como rezos distantes y automáticos.

–¿Qué estás haciendo madre? –tembló con enojo la voz de Jalila.

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–Nada, te voy a ayudar a entrar, no creo que vayas a perderte. Yo vigilaré tus pasos. –Jalila sintió el apretón de la mano de su madre que le ocasionó una sensación de quemadura y, luego, un jalón.

–Discúlpeme señorita por no atenderles mejor. Ya estoy revieja. Muchas gracias por venir a esta humilde casa, su casa de siempre –apenas se escuchó la voz de Fátima.

Jalila sintió unos dedos colmados de uñas filosas que buscaron, encontraron y manipularon su mano. Quiso retirarla, pero tuvo miedo de cortarse. Luego, Jalila sintió unos besos cálidos que humedecieron su mano justo donde ella se había rasgado en el hotel.

–¡Madre! –gritó Jalila.

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–Aquí estoy Jalila, a tu lado, como siempre, aunque a veces no podías verme. A veces es difícil orientarse en la oscuridad, pero no te preocupes. Si haces un paso o dos a tu izquierda tocarás una pared.

–Madre, no quiero tocar ninguna pared. Quiero irme de aquí.

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–No es cualquier pared Jalila, es la primera pared que tu madre ha tocado.

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–¿Aquí madre?

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–No, en la luna, Jalila.

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El silencio de la calle fue roto por la gritería de un hombre que alababa las cualidades de una frazada. Sus gritos reconfirmaban la calidad indiscutible de la prenda, pero no acertaron en dar un precio.

–Señorita Jalila.

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–Sí, Fátima –respondió la señora en lugar de su hija.

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–Su madre tuvo la bondad de regalarme esta casa. Que dios se la pague.

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–No es nada Fátima. Te dije que iba a regalártela si me casaba como tú lo predijiste. Lo prometido es deuda, ¿no?

–Sin usted…

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–Qué bien que te haya servido, me da gusto. Pero dime, ¿se te ofrece algo en este momento

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Fátima?

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–No, señora, nada.

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–Los que menos tienen, menos piden –suspiró la señora.

–Y tú, Jalila, ¿tienes alguna pregunta para mí o Fátima?

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–No madre.

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Las dos mujeres se despidieron de Fátima y salieron de la casa. Descaminaron el codo de callejones como si no existiera la pendiente y se subieron al coche de puertezuelas abiertas. Mientras este rodaba por la calle que apenas permitía a los espejos librar las paredes, Jalila se acostó sobre los asientos y puso su cabeza en el regazo de su madre.

 

 

Pol Popovic Karic es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey. Publicó cuarenta artículos y cuatro libros académicos. Editó nueve antologías monográficas. Ha sido integrante de ocho comités editoriales. Organizó doce coloquios y nueve “Encuentros con autores”. Es miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias y miembro correspondiente de las academias de la lengua española de Venezuela, Estados Unidos y Paraguay. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores de México (nivel II).

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