Dos monólogos

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El ermitaño

 

Arriba de la azotea de una vecindad del centro y en medio de tendederos sin ropa, el ermitaño medita.

El Ermitaño, imitando a Shiva, sostiene entre sus manos dos tapas de cacerola alrededor de sus orejas. Emite la sílaba sagrada del “om”; el “om” por momentos recuerda el principio de la melodía “Fue en un café” de los Apson y luego regresa al primer sonido del Todopoderoso.

Esta melodía se irá y regresará todo el tiempo, como el amor.

El Ermitaño intempestivamente se yergue y mira al ocaso justo en la orilla de la azotea, aferrándose a las tapas de la cacerola.

Om – Tierra- Om – Atmósfera – Om – Cielo. Shiva Nataraja, señor de la danza, dueño del presente, del pasado y el futuro. Shiva.

El Ermitaño coloca las tapas entre sus piernas, empieza a tocar.

El tambor de Shiva produjo el Om y con él creó y destruyó el Universo.

Los tambores-cacerola inventan la existencia al ritmo de los Apson.

Yo no soy Shiva, pero sí tengo un tambor. Éste.

El Ermitaño toca más fuerte.

Me levanto antes del amanecer y medito. Yo medito. Om.

Reproduzco el sonido del alma del Dios y atrás de mí, la vecina del 08 tiende su ropa, son las siete de la mañana y medito. Abajo, en la calle, el señor de los tamales me pregunta si quiero uno verde o uno rojo, pero a mí no me importa porque el sabor es relativo.

No pido nada, pero él insiste porque no “puede verme así” y me manda uno de dulce. Digo me lo manda, pero en realidad me lo sube por la cubeta que tengo colgada. La cubeta es mi contacto con el mundo. Mi ancla. Luego la levanto y el mundo detrás, adelante, arriba, abajo y a los lados, se destruye. Yo parto.

El Ermitaño adopta la pose de Shiva.

Ahora soy nada.

En la nada en la que me encuentro soy el principio y el fin.

Los ojos de la madre que llora a su hijo muerto en la balacera.

La moneda de diez centavos que nadie recoge.

La mujer que compra huevos con su primer salario.

El helado que se le cae al niño regordete en el parque.

El grillo que canta en una esquina del cuarto del velador.

El hombre que mira a la maestra de spinning dar su clase y suspira.

El ying y el yang.

El punto fijo que ella mira cuando anochece

y se pregunta por qué me fui

mientras le sirve la cena a Raúl,

su ahora esposo,

mientras le calienta la cena a Raulito, su hijo.

“Más pan, mami, por favor”.

 

Silencio.

Soy la vuelta a la esquina la tarde de domingo en que la vi con él… y soy también el dolor entre el pecho y la garganta que nunca desaparece.

Soy el que era hace años mientras se aleja arrastrando los zapatos y la tristeza.

Abro los ojos, son las cuatro de la tarde, no tengo hambre porque el tamal era enorme y porque los seres como yo no necesitamos comer tanto, para eso está el prana o el maná.

El tipo del 02 fuma mota, me pregunta si estoy loco o soy un iluminado, me dice que no nota la diferencia, pero que si tiene que elegir, elige el primero; el segundo ya vino, dice, lo crucificaron; tú me caes bien y no quiero verte en la cruz, sufriendo mientras le pides perdón a tu padre que es el padre de mi padre y el padre de todos mientras que él enojado por su hijo, parte los cielos en dos.

Yo lo ignoro. Om. Medito.

Reproduzco el sonido del Alma de Dios y el tipo se marcha mientras me desea buena suerte.

¡Ánimo, ella se lo pierde!.

El Ermitaño coloca las tapas de las cacerolas en sus oídos. Se va al interior de su ser.

Silencio.

Pero ella nunca pierde. Yo lo sé.

El Ermitaño abre los ojos.

El tipo lo dice para “meter aguja y sacar hilo” porque no sabe nada. Nadie sabe nada y no pienso explicarles. Antes “del día”; saludaba a algunos cuantos; hola, ya amaneció; buenas tardes; creo que va a llover; buenas noches, descanse. Yo no preguntaba nada y ellos no respondían nada. Era el trato perfecto, cordial. Y hasta sonreía.

Caminaba apresurado a la fábrica donde era velador y contaba las horas para salir y vivir.

Vivir para mí empezaba en su puerta y terminaba en su mano.

El Ermitaño coloca las tapas de la cacerola en sus oídos.

Ya no más.

Pausa.

La noche cae y miro la Luna, hoy particularmente es grande, redonda, ilumina mi santuario, el templo consagrado, ilumina los tinacos Rotoplas y las pinzas de tender. Los niños abajo me gritan, me insultan, se ríen de mí y sus madres los obligan a callar porque es grosero expresarse así de alguien, les dicen; y los meten a sus casas, no son horas y mañana hay escuela.

Pero a mí no me importan ni los niños, ni las madres ni si pasan la materia o no. No me importa si es lunes o sábado, si empezamos el año o ya es invierno. He cambiado los segundos por respiraciones y los meses por saludos al Sol.

Soy perfecto en mi imperfección y en mi abandono, soy perfecto en el vacío en el que me encuentro sin ella.

Yo no soy Shiva, pero sí tengo un tambor.  Éste.

El Ermitaño toca más fuerte.

Me levanto antes del amanecer y medito. Yo medito. Om.

Reproduzco con él, el sonido del alma del Dios y coloco mi antídoto en las orejas.

El Ermitaño coloca las tapas de la cacerola en sus oídos.

No tengo nada que me ate salvo mi cubeta, pero la cubeta sólo la bajo por cinco minutos tres veces al día, todos los días. Las otras 23 horas con cuarenta y cinco minutos deambulo solo, adentro de mí y afuera del mundo. Arriba y abajo son el mismo camino, si se sabe mirar.

Allá arriba, allá abajo. Yo en el centro. No recuerdo cuánto llevo aquí y me da igual porque no me moveré. No moveré ni una sola célula de mi cuerpo. Ninguno de mis átomos, ni uno de mis chakras. Ni el darma, ni el karma. No.

Sé que al principio la jaula del nueve estaba vacía y ahora la llenan de pañales de tela y dos camisas de vestir; que a tres cuadras construyeron una unidad habitacional de más de quince pisos con departamentos de 35 metros cuadrados, que ya todos se ocuparon y que el impermeabilizante con garantía de ocho años ya está cuarteándose y caen goteras en el que antes era mi cuarto y que habita un par de ratas que chillan cuando llueve y se mojan.

Tampoco ellas me importan aunque debieran, ellas estuvieron conmigo en las buenas y en las malas; pero ahora medito y el tiempo y espacio no existen, tampoco ellas.

Así que coloco el antídoto en mis orejas y el mundo ya no duele porque desaparece. El poco odio que queda adentro es callado por los tambores y los chillidos de las ratas ya no me llegan. Las dejo morir de hambre como yo, las dejo sin agua, sin luz, sin tamales verdes o de rajas, como yo. Las dejo suspendidas, como la dejé a ella, pero por más que me esfuerce, de nuevo es domingo, todos los días es domingo y camino.

Soy el que era hace años mientras se aleja arrastrando los zapatos y la tristeza.

El Ermitaño emite la sílaba sagrada del “om”, el “om” por momentos recuerda el principio de la melodía “Fue en un café” de los Apson y luego regresa al primer sonido del Todopoderoso.

Su ausencia me mata y yo/

Esta melodía se irá y regresará todo el tiempo, como el amor.

 

 

Oscuro

El operador telefónico

 

Una cabina llena de cables que conectan llamadas telefónicas que hacen un eco escuchado sólo por Joel.

Joel con audífonos puestos se concentra en oír al mundo para enmudecer a su corazón.

Joel sube un cable, baja otro. Toma una Coca Cola.

Poco a poco aparecen más botellas, todas vacías.

JOEL: Lo más que llegué a dudar en un trabajo fueron dos meses, el primero porque le daba el beneficio de la duda; no, no puede ser tan horrible… y el segundo porque lo confirmaba: sí lo es. Huye.

Así es como empecé a llenar mi cv de pequeños empleos, uno más raro que el otro, más agotador, más desgastante, más triste: recogedor de chicles pegados después de conciertos masivos; limpiador de ventanas en hospitales de enfermos terminales, levantador de perros sacrificados en perreras, bordador de pañuelos para llorar la soledad.

Joel conecta con más lentitud una llamada a otra.

Cuando cumplí treinta, mi currícula tenía más de doscientas hojas repletas de renuncias e inestabilidad emocional.

Claro, eso último, “la inestabilidad”, no lo digo yo, lo dicen mis “empleadores”, o lo decían, porque debo confesar que desde hace siete años mantengo el mismo empleo y además, por si eso no fuera suficiente, soy el mejor en mi área.

Joel se enorgullece, se endereza, es el centro del mundo.

Soy el empleado del mes, el ejemplo, la imagen corporativa de los calendarios y el encargado de dedicar unas palabras en el aniversario de la empresa. Yo soy la empresa.

Joel le da un gran trago a su Coca Cola.

Cuando me preguntan cada año qué quiero como retribución a mi excelente desempeño laboral, yo contesto fuerte, con decisión, con estilo: Un centenar de Coca Colas de vidrio bien frías envueltas con un moño rojo al frente. Y ellos, mis patrones, se alegran porque no les pido un viaje a Nueva York, un carro, un aumento. Nunca he tenido un aumento. ¿Para qué? No lo necesito.

Vivo en un cuarto pequeño, sin ventanas, con un colchón individual en el suelo y dos juegos de sábanas, una que pongo abajo y otra que pongo arriba para cubrirme. No tengo gustos caros, ni sueños imposibles. Mi única aspiración es tomarme la cantidad exacta de Coca Colas que equivalgan a las lágrimas que se le pueden llorar al amor de tu vida. Nada más.

Pausa.

Nuestra existencia es corta y si uno no la gasta en lo que le gusta, luego se arrepiente y yo no quiero arrepentirme en el lecho de mi muerte de no haberme acabado todas las Coca Colas que tenía pensadas. Yo no quiero morir triste.

Joel se acaba la Coca, toma otra. Mira la botella, la observa con amor.

Dicen que existe una fórmula secreta y que esa es la razón por la que sabe bien, otros dicen que tiene una especie de droga y que por eso apenas tomas un trago, quieres otro y otro y otra y otro. Que eso explica el por qué te cuesta tanto dejarla, dicen que me hará daño, que mejor tome agua, que me vea en los demás, en Lucrecio, por ejemplo, en sus treinta kilos que le sobran, en ese cuerpo que apenas y mueve para entrar o salir de trabajar, para ir al comedor… pero yo les contesto que no se metan, que cuando ellos lleguen a ser los empleados del mes, entonces me cuestionen. Yo no escucho a perdedores.

Joel conecta otra llamada.

Luego el mismo Lucrecio o Luis, el del área 4 me miran feo y se van a comer sin mí; pero no me importa. No estoy aquí por ellos.

Silencio.

Joel es una fotografía nostálgica.

Estuvimos juntos mucho tiempo, años. Hablábamos diario, al principio una vez antes de ir a la cama, luego dos: al despertar y para decir “Buenas noches, descansa, sueñas conmigo. Cuelga tú primero, no tú, anda tú. Hasta mañana. Besos, chau, muack”. Después para saber qué estábamos comiendo, qué estábamos viendo frente a nosotros en ese momento en el que nos extrañábamos, luego porque sí. Porque no nos bastaba vivir juntos, cocinar juntos, entrelazar nuestros dedos, porque a veces no se tiene suficiente de algo. Porque a veces ese algo tiene una fórmula secreta que te hace adicto y llamas tres veces al día, 1095 llamadas al año, 3285 llamadas en tres años y no te son suficientes.

Joel trabaja más y más rápido, el murmullo de las conexiones crece.

No lo son, no puedes parar, aunque ya no hagas más cosas y no te importe, aunque te enfermes o acabes como Lucrecio. Pobre Lucrecio, pobres tobillos, pobres zapatos, pobres kilos de más.

Joel escucha una llamada, la llamada es de una mujer que abre dulces que nunca se come, la mujer habla al 911, un murmullo pidiendo ayuda.

Joel se tranquiliza.

Ya no recuerdo, por más que lo intento, y vaya si lo intento… ya no recuerdo el por qué nos dejamos o si no nos dejamos y yo me fui.

Unos días, estoy seguro que fue porque me aburría, otros porque yo la aburría a ella; la mayoría de las veces estoy deambulando en ese punto medio, esa zona gris, en donde ninguno de los dos tiene la culpa porque ambos la tenemos y las llamadas entran y entran. Un coro gigante de llamadas que debo conectar para que la vida siga…

…Y las personas se citen, se saluden, se pregunten cómo están.

Silencio.

Joel mira al frente.

¿Cómo estás? ¿Sigues ahí? ¿Cuántos huevos has cocinado? ¿Me extrañas?

Joel continúa conectando llamadas.

Entiendo y soy consciente de la importancia de mi función aquí, soy un engranaje para la maquinaria de alguien más, por eso me esfuerzo, porque de mí depende que dos desconocidos puedan empezar a amarse, se cierren negocios, se descubran traiciones, se den buenas noticias o se le llame a la hija para decirle que encontraron a su padre tirado en la banqueta. Paro fulminante, reciba nuestra más sentido pésame, seguro que lo superará.

Joel destapa una nueva Coca Cola.

Después el reloj avanza, acabo mi turno y las horas extras que yo mismo me haya impuesto porque uno nunca se debe confiar, ni aunque sea el mejor. Uno debe entrenarse siempre.

Salgo, miro la cabina telefónica de la esquina, saco un papel, pienso en marcar y dejo que la imaginación haga lo suyo.

Lo imagino todo, cada uno de los pasos a seguir. Oigo perfecto el tono telefónico, seguramente conectado por Lucrecio que en ese momento cubre los retrasos de la semana y espero a que se levante la bocina.

Después escucho su voz, no ha cambiado, o eso me gusta pensar. Es la misma, una voz pausada, tranquila, casi cantadita. Y yo sonrío, porque en mis fantasías me gusta sonreír y mostrar los dientes perfectos y blancos que no tengo.

Joel sonríe como si la felicidad en estuviera en los dientes.

Cuando estoy a punto de decir “Hola” “¿Me recuerdas?” “Aún conservo mi sartén”… las manos me tiemblan, las palabras enmudecen y entonces me invento a una buena alma caritativa que me mira ahí, frente a la cabina telefónica y se apiada de mí, cuelga la bocina y me pregunta si estoy bien, si sigo aquí. Lo hace sólo para comprobar si todavía no es tarde y puedo recuperar un poco de mi forma humana y ya no soy más ese pedazo de fracaso que segundos antes se derrite frente a tu voz.

Yo respondo que sí, que todo bien, que marqué equivocado y sigo mi camino con la frente en alto, triunfante. Ganador.

Luego llego a casa y agradezco no tener línea telefónica, estar cansado y con un nuevo record de rendimiento, agradezco superarme a mí mismo, agradezco ser mi única competencia, agradezco ser el mejor. Me recuesto en el colchón, estiro la mano, destapo una coca, la tomo al hilo y cierro los ojos.

Nunca sueño. ¿Para qué? No lo necesito.

Vivo en un cuarto pequeño, sin ventanas, con un colchón individual en el suelo y dos juegos de sábanas, una que pongo abajo y otra que pongo arriba para cubrirme. No tengo gustos caros, ni sueños imposibles. Mi única aspiración es tomarme la cantidad exacta de Coca Colas que equivalgan a las lágrimas que se le pueden llorar al amor de tu vida. Nada más.

Joel mira al frente

Yo no quiero morir triste.

Joel se concentra más en su trabajo hasta que lo absorbe.

 

Fin

 

 

 

Itzel Lara es Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, en la disciplina de Dramaturgia.

Dramaturga y guionista de cine y televisión. Fue becaria de la Fundación de las Letras Mexicanas; dramaturga residente de The Royal Court of London y becaria Jóvenes Creadores, FONCA. Con diez libros publicados, sus obras se han traducido al inglés, francés y al alemán. Como guionista, su guion “Distancias Cortas” obtuvo el premio Pantalla de Cristal y fue nominado al Ariel. Estanislao, su segundo largometraje tuvo su estreno mundial en el Tallinn Black Nights Film Festival de Estonia en 2020. En televisión ha trabajado para Netflix, Sony, TNT, Televisa, entre otros.

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